6 de diciembre de 2013

¡No hace falta "ver", para creer!



Evangelio según San Mateo 9,27-31.



Cuando Jesús se fue, lo siguieron dos ciegos, gritando: "Ten piedad de nosotros, Hijo de David".
Al llegar a la casa, los ciegos se le acercaron y él les preguntó: "¿Creen que yo puedo hacer lo que me piden?". Ellos le respondieron: "Sí, Señor".
Jesús les tocó los ojos, diciendo: "Que suceda como ustedes han creído".
Y se les abrieron sus ojos. Entonces Jesús los conminó: "¡Cuidado! Que nadie lo sepa".
Pero ellos, apenas salieron, difundieron su fama por toda aquella región.


COMENTARIO:

  Este Evangelio de san Mateo presenta el episodio de los dos ciegos que seguían a Jesús, con el convencimiento de que podía devolver la vista a sus ojos. Ante todo, llama la atención comprobar cómo es posible que aquellos hombres, apreciaran la realidad divina en la Humanidad Santísima de Cristo, desde el fondo de su corazón. No necesitaron sus sentidos para poder apreciar aquello que les trascendía; no necesitaron “ver”, para poder admitir la Verdad que se escondía en Jesús de Nazaret.

  Muchísimas veces, la suciedad de nuestra mirada nos impide observar la certeza que se presenta a nuestro conocimiento, para que la aceptemos sin miedos y sin dudas. Recuerdo el episodio de aquellos Reyes Magos de Oriente, que en cuanto vieron en el cielo la estrella de Oriente, que les anunciaba una probabilidad en la que creían, se dispusieron a seguirla. Pero en su viaje, nada fácil por cierto, la luz de la estrella desapareció. Ante este hecho, hubieran podido desistir de su busca y determinar que ya habían hecho todo lo que estaba en su mano por alcanzar su sueño; que, tal vez, ya era hora de volver a la seguridad de sus palacios y la tranquilidad de sus vidas cotidianas. Pero esos hombres no se guiaban por lo que veían, sino por la certeza de que en el cielo se había puesto una señal, y Dios no se arrepiente de sus promesas. Había nacido el Salvador de los hombres; el Rey de Israel, y ellos habían salido a buscarlo. Se dieron perfecta cuenta que la oscuridad que el firmamento presentaba, era sólo el requerimiento divino para que intensificaran su fe y reafirmaran su esperanza. No necesitamos ver para creer. Aquellos ciegos del camino habían conocido a través de la palabra escuchada, y no tenían ninguna duda de hallarse ante el Mesías de Dios.

  Jesús, ante su insistencia, les hace la misma pregunta que nos ha repetido a cada uno de nosotros cuando hemos elevado nuestras súplicas en la oración: “¿Creéis que puedo hacer esto?” Sólo ante el acto de fe rendido que somete lo probable, se da lo inesperado; se da lo imposible; se da lo que solamente se da, cuando es lo anunciado: el milagro. Cristo quiere nuestra confianza ante la ceguera del hombre que enturbia la visión divina. Quiere que confiemos en aquellos que dieron su vida por transmitirnos la Verdad del Evangelio. Quiere que, si le hemos conocido, no dudemos nunca más de Él, aunque sea en momentos de tribulación. Hemos de asumir que el bien más grande del ser humano, es su salvación; y que todo lo que nos conviene estará en función de esta finalidad.

  Por eso muchas veces, pedimos a Dios cosas que, aunque pueden satisfacernos, no son las más adecuadas para nosotros; y, por ello, no se nos permitirá obtenerlas. Si devolverles la vista a aquellos ciegos hubiera sido el motivo de que fijaran su mirada en el lugar inadecuado, y ello hubiera sido su perdición por arrastrarles a una vida de pecado, evidentemente el Señor no hubiera obrado el milagro. No sabemos lo que de verdad nos conviene; ni cómo Jesús nos prueba en el crisol del sufrimiento para, como el hierro en la fundición, fortalecer nuestra voluntad ante la tarea, a la que nos tiene destinados.

  Esos ciegos formularon su súplica a Jesús, como Hijo de David, como el Mesías esperado. Nosotros debemos actuar con la misma seguridad y, una vez recibido el regalo divino del don sobrenatural, gritar sin ninguna vergüenza, el favor que el Señor ha hecho con nosotros. Ni a ti ni a mí se nos pide silencio, sino manifestar que nuestra gloria nada tiene de personal, sino que es fruto de la participación en la Gracia, que nos permite superar las limitaciones propias de nuestra naturaleza humana.