25 de diciembre de 2013

El nacimiento más importante de la historia



Del santo Evangelio según san Lucas 1, 67-79


En aquel tiempo, Zacarías, padre de Juan, lleno del Espíritu Santo, profetizó diciendo: "Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo, y ha hecho surgir en favor nuestro un poderoso salvador en la casa de David, su siervo. Así lo había anunciado desde antiguo, por boca de sus santos profetas: que nos salvaría de nuestros enemigos y de las manos de todos los que nos aborrecen, para mostrar su misericordia a nuestros padres y acordarse de su santa alianza.
El Señor juró a nuestro padre Abraham concedernos que, libres ya de nuestros enemigos, lo sirvamos sin temor, en santidad y justicia delante de él, todos los días de nuestra vida. Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor a preparar sus caminos y a anunciar a su pueblo la salvación, mediante el perdón de los pecados. Y por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en las tinieblas y en sombras de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz.

COMENTARIO:

  Este Evangelio de Lucas es una continuación del que vimos ayer; donde Zacarías, el padre de Juan el Bautista, que ha recuperado la voz que había perdido por dudar de la omnipotencia divina, se llena del Espíritu Santo y profetiza el suceso que está a punto de acontecer: el nacimiento del Niño Dios.

Por la boca del viejo sacerdote, se desgranarán todas las antiguas profecías que aguardaban su cumplimiento con la llegada del Mesías, que había de liberar al pueblo de Israel de sus enemigos. Resuenan los ecos de Isaías, que anuncian el sufrimiento sustitutivo que el Hijo de Dios asumirá, como siervo doliente, por los hombres; los de Jeremías, que nos hablan de esta nueva y definitiva alianza que Dios ha decidido compartir con los hombres, a través del Bautismo que nos une a Jesucristo, en la Iglesia Santa. Los de Natán, que nos presentan al descendiente de David, el Rey de Reyes que cumple su destino en la humildad del servicio, en un pesebre de Belén. Todo el Antiguo Testamento resuena en las palabras de Zacarías, que ve cumplirse el sueño de Israel: no esa ilusión guerrera y poderosa que habla de un libertador político; sino de la realidad divina que nos habla de Aquel que vencerá al enemigo radical del hombre: el diablo.  Él nos liberará del pecado y de la muerte eterna con su entrega obediente a la voluntad de Dios, por nosotros.

También nosotros, si ponemos nuestra confianza en Dios, aceptando su Palabra y asumiendo su voluntad, seremos instrumento del Espíritu Santo y proclamaremos la Verdad divina sin miedo; sin esas falsas humildades, que sólo son fruto del orgullo que teme el fracaso en la tarea encomendada. No debe importarnos nuestro prestigio, cuando nos mueve solamente la búsqueda de la gloria de Dios; sino que hemos de vibrar con la ilusión de poder transmitir ese mensaje que, aunque es un misterio insondable que parece imposible que lo abarque nuestra naturaleza humana, se presenta como un Ser desvalido y pequeñito que encierra la grandeza de Dios, volviéndose accesible a nuestro conocimiento cuando éste está iluminado por la Gracia divina.

  Zacarías también manifiesta en su alocución, a ese hijo que le acaba de nacer y que será el culmen de todos los profetas anteriores; porque él será el Precursor que hablará en nombre de Dios, llamando a las gentes a una conversión para recibir a ese Dios hecho Hombre, que él contempla con sus ojos. A ese Verbo encarnado que ha querido ser bautizado por él, en las aguas del Jordán, antes de entregar su sangre que nos limpiará de todo pecado. Si; Juan cierra una puerta oscura, donde todo eran símbolos y signos, para que Jesús abra otra, la definitiva, que da paso a la Luz y a la culminación de las promesas. Está próxima la noche sagrada que el Bautista anuncia con su llegada; está cerca el momento divino en que el Hijo de Dios llega al mundo para ser recibido en el corazón de cada uno de nosotros ¿Estás dispuesto a recibirlo?

Natividad del Señor (Misa de medianoche)


Evangelio según San Lucas 2,1-14.



En aquella época apareció un decreto del emperador Augusto, ordenando que se realizara un censo en todo el mundo.
Este primer censo tuvo lugar cuando Quirino gobernaba la Siria.
Y cada uno iba a inscribirse a su ciudad de origen.
José, que pertenecía a la familia de David, salió de Nazaret, ciudad de Galilea, y se dirigió a Belén de Judea, la ciudad de David,
para inscribirse con María, su esposa, que estaba embarazada.
Mientras se encontraban en Belén, le llegó el tiempo de ser madre;
y María dio a luz a su Hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el albergue.
En esa región acampaban unos pastores, que vigilaban por turno sus rebaños durante la noche.
De pronto, se les apareció el ángel del Señor y la gloria del Señor los envolvió con su luz. Ellos sintieron un gran temor,
pero el ángel les dijo: "No teman, porque les traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo:
Hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor.
Y esto les servirá de señal: encontrarán a un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre".
Y junto con el ángel, apareció de pronto una multitud del ejército celestial, que alababa a Dios, diciendo:
"¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra, paz a los hombres amados por él!".


COMENTARIO:

  Este Evangelio de san Lucas cuenta, escuetamente, uno de los hechos más importantes en la historia de la humanidad: el nacimiento de Jesús, el Salvador de los hombres. En su narración no deja de resaltar dos detalles que van a ser importantes para nosotros: uno es que nació en Belén de Judea; y otro, que lo hizo con la pobreza y el desamparo que fueron consecuencia de las circunstancias que le rodearon. Pero como siempre sucede en las cosas de Dios, ambos requisitos han sido una lección para todos, certificando que el Señor se sirve de los designios de la historia        –buenos y malos- para que se cumplan sus objetivos, haciendo de sus gestos, enseñanzas para nosotros.

  Abre el pasaje del nacimiento de Jesús con una apreciación importante: se había promulgado un edicto del César, que había que cumplir. Por los documentos extrabíblicos, sólo se conoce un empadronamiento general de Quirino; pero es posible que se dieran censos generales y locales y, seguramente, fue en uno de ellos que la Sagrada Familia tuvo que desplazarse a Belén. Llama primeramente la atención, que el evangelista hable de Quirino, gobernador de Siria, de la cual dependía Judá, y del edicto de César Augusto; porque éste emperador romano se había presentado en su tiempo como el salvador de la humanidad, a la que le había regalado el arte y la cultura. Justamente, su afán de orden y control sobre sus súbditos, dará paso a que María y José deban desplazarse a la aldea de Belén, donde nacerá el Mesías; cumpliéndose así la profecía de Miqueas que nos ha hecho llegar la Escritura Santa: “Pero tú, Belén Efrata, pequeña para estar entre las familias de Judá, de ti saldrá el que será Señor en Israel”. Nuestro Dios se vale de todas las coyunturas, para demostrar que todo lo rige su Providencia.

  Y en esta noche oscura, en un lugar casi perdido, nace la Luz que va a salvar a este mundo. Los emperadores romanos pasarán, como han pasado todos aquellos que se consideraban insustituibles: los que han sentado cátedra; los que han edificado naciones; los que han construido sistemas políticos y económicos. Nada queda de ellos, salvo un tenue recuerdo que ha sido fácilmente sustituido por otro nuevo. Pero en una noche como esta, en una aldea apartada donde no han encontrado lugar para ellos, un matrimonio busca cobijo para dar la bienvenida al mundo a un verdadero Rey. A Aquel que nace para darse y servir, que es el auténtico sentido de la realeza. Para ser ejemplo de todos y entregar su vida por cada uno de nosotros. Nace, con un total desprendimiento de Sí mismo, El que está llamado a derramar, por amor, hasta la última gota de su sangre. Ha querido nacer sin nada, para que sepamos que lo ha dado todo. Ha nacido en un portal, Cristo Jesús, el Salvador del mundo.

  Sigue contándonos el evangelista que la Virgen, unida a su Hijo en la Redención, dio a luz a su primogénito. Quiero dejar claro, porque todavía a estas alturas hay quien no se ha enterado, que en la Biblia –como en otros documentos del Antiguo Oriente- se suele llamar primogénito al primer varón que nace, sea o no seguido por otros hermanos. Más pronto se refiere a aquel que abre el seno materno y antes del cual no ha nacido ningún otro. Por eso ese sustantivo no pude ni debe ser usado, porque es ridículo y manifiesta ignorancia, como argumento para discutir la virginidad perpetua de María.

  Dios no permitió que su Hijo viniera al mundo con todas estas contrariedades porque sí; sino, porque de esta noche santa se extrae una lección de vida: El Verbo encarnado se hizo uno de nosotros, salvo por el pecado, con todo lo que eso representa. Pudiendo elegir, escogió la dificultad por amor, y así se unió a nuestro destino, que participa de la alegría y el dolor. Nos enseñó con su nacimiento, a aceptar las circunstancias, a veces complicadas, que la vida nos exige. Nos llamó, desde ese establo a compartir junto a Él las tribulaciones que nos surjan, porque a su lado todo cobra sentido y los escollos, vividos con fe y esperanza, pasan a ser medios de salvación. Nos espera, porque ha querido necesitarnos, para que cuando lo encontremos termine nuestro afán de búsqueda, que culmina en la Felicidad divina.

  Él es el todo que llena nuestra alma, que en realidad no necesita nada, salvo su compañía. Por eso, en esta noche mágica, los ángeles clamarán en el cielo, manifestando la Divinidad que se oculta a nuestros ojos, y que trasciende la pequeñez de un Niño. Y lo harán llegar a todos aquellos que están dispuestos a escuchar: primero a los pastores; posteriormente a los Magos de Oriente. Porque la salvación de Jesucristo está abierta a todo hombre de cualquier raza o condición. Sólo nos pide el Señor, desde la cuna, que partamos con prontitud a su encuentro y venzamos las dificultades que salgan a nuestro paso. Porque el alma que ha dado entrada a Dios en su corazón, vive con alegría la visita de Jesús; y esa alegría, da alas a su corazón.