Evangelio según San Lucas 10,21-24.
En
aquel momento Jesús se estremeció de gozo, movido por el Espíritu Santo, y
dijo: "Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado
estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños.
Sí, Padre, porque así lo has querido.
Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie sabe quién es el Hijo, sino el Padre, como nadie sabe quién es el Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar".
Después, volviéndose hacia sus discípulos, Jesús les dijo a ellos solos: "¡Felices los ojos que ven lo que ustedes ven!
¡Les aseguro que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que ustedes ven y no lo vieron, oír lo que ustedes oyen y no lo oyeron!".
Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie sabe quién es el Hijo, sino el Padre, como nadie sabe quién es el Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar".
Después, volviéndose hacia sus discípulos, Jesús les dijo a ellos solos: "¡Felices los ojos que ven lo que ustedes ven!
¡Les aseguro que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que ustedes ven y no lo vieron, oír lo que ustedes oyen y no lo oyeron!".
COMENTARIO:
A este pasaje
del Evangelio de san Lucas, se le ha llamado tradicionalmente el “himno de
júbilo del Señor”. Nos dice el texto que Jesús, lleno de alegría, manifestó su
satisfacción al ver como el Padre había dado la luz del Espíritu a los humildes,
para que entendieran y aceptaran la Palabra de Dios.
Parece que, a
los ojos del mundo, cualquiera preferiría contar entre sus seguidores con
aquellos eruditos que formaban parte de la élite política, religiosa y social
del momento. Pero, desgraciadamente, la soberbia intelectual del ser humano es
incapaz de reconocer en la inocencia de un Niño, la inmensidad de Dios. Por eso
Jesús nos hace ver que aquellos que son capaces de aceptar su palabra, sin
buscar la evidencia ni la certeza que
nos transmiten los sentidos –y que tantas veces nos engañan-, sino que su fe y
su confianza descansan en el amor y en el querer creer, por la fuerza de la
Gracia; son los humildes que han rendido su corazón a Dios y han puesto en Él
su esperanza.
Esos son
aquellos que, como los niños pequeños cuando no alcanzan a entender las decisiones
de sus padres, confían en ellos porque saben que les darán lo que sea más
adecuado a sus necesidades. Que siempre estarán ahí para protegerles y que no
vacilarán en sacrificarse, para librarles de cualquier peligro. Esos son
aquellos que jamás pedirán ni riquezas ni poder; ni tan siquiera la gloria,
como tal, sino el amor divino que sacia todos los deseos, porque el deseo de
los hombres sencillos es encontrarse con el amor de Dios. El Maestro se alegra,
porque no mira ni admira a las personas por lo que parecen ser, sino que
penetra en el fondo de su corazón, que es donde se esconde su verdadero valor.
Las palabras
que siguen de Jesús, son una declaración abierta sobre su identidad; como si
deseara que todos los que se encuentran a su lado conocieran y comprendieran su
verdadera dimensión. El Señor es claro y no quiere ambigüedades al descubrir su
Ser: Él es el Hijo de Dios, el Verbo encarnado, el Mesías prometido. El que ha
dado a conocer al Padre, porque está en el Padre junto con el Espíritu Santo.
Nadie puede hablar de Dios como Él, porque Cristo es la Palabra de Dios hecha
carne. Es Dios que habla al hombre, con voz de hombre, para salvarnos. Por eso
nos repite que solamente aquellos que conociendo a Dios, a través de su Hijo,
lo acepten y vivan en su comunión, alcanzarán la Gloria.
En todas las épocas
y en todos los momentos, los hombres hemos buscado a Dios encarecidamente:
hemos preguntado a la naturaleza; hemos inquirido a los hechos que nos
trascendían, y hasta al propio sufrimiento le hemos consultado por su sentido.
Pero, en el fondo, era un Dios que se nos antojaba incomprensible, inaccesible
e invisible; muy superior al pensamiento humano. Por eso, ante esa ignorancia
existencial, el Padre se ha revela en la historia de la humanidad: primero con
su Palabra; y ante nuestra indiferencia, con una “locura” de amor divino. El
propio Dios ha querido ser comprendido, visto y escuchado, accediendo a nuestra
naturaleza; porque ha asumido nuestra naturaleza humana. Se ha hecho Niño y ha
yacido en un pesebre; ha predicado por
los caminos de Galilea; ha orado al Padre en Getsemaní; ha pendido de una cruz
y se ha sometido a la lividez de la muerte, para rescatarnos a todos con Él, y
devolvernos a la Vida. Nuestro Dios se ha hecho Hombre, para que el hombre
pueda, en comunión con Él, formar parte del plan divino de la Redención. Si lo
meditamos, es tan inmensamente increíble ese proyecto de la salvación, que
comenzó en Génesis y terminará el día del Juicio Final, que sólo sometiendo
nuestra inteligencia a la voluntad divina, podremos alcanzar la verdadera luz
del Conocimiento.