EVANGELIO
DE LUCAS 11,11-15:
En verdad os digo que
entre los nacidos de mujer no se ha levantado nadie mayor que Juan el Bautista;
sin embargo, el más pequeño en el reino de los cielos es mayor que él. Y desde
los días de Juan el Bautista hasta ahora, el reino de los cielos sufre
violencia, y los violentos lo conquistan por la fuerza. Porque todos los
profetas y la ley profetizaron hasta Juan. Y si queréis aceptarlo, él es Elías,
el que había de venir. El que tiene oídos, que oiga.
COMENTARIO:
En este Evangelio de Mateo, vemos como el
Señor nos habla de Juan el Bautista; manifestando que su grandeza, aquí en la
tierra como precursor de Cristo, es fruto, precisamente, de haber respondido
afirmativamente a la vocación que Dios le encomendó en la historia de la
salvación.
En pasajes anteriores hemos observado cómo se
hace mención de la adecuación de la predicación de Juan con la de Jesús; ya que
el propio profeta Isaías señaló, en el tiempo, cual iba a ser la tarea y el
anuncio que marcaría la vida del Bautista, como precedente de la del Hijo de
Dios: preparar al pueblo judío para recibir el Reino de Dios y dar testimonio
de que Jesús es el Mesías que trae dicho Reino. Vemos que su mensaje es
idéntico al del Señor, en la inminencia de la venida del Reino y en la denuncia
de la actitud de los fariseos y los saduceos, que eran como árboles estériles
que no daban buenos frutos. Pero también entre ambos se darán, en los hechos,
diversas similitudes: Juan, como Jesús, sufrirá la incredulidad de su pueblo y
terminará sus días de forma violenta, por cumplir la voluntad divina.
Sin embargo el Señor, con sus palabras, nos
muestra las diferencias profundísimas que existen entre ambos y que son la
base de las distintas misiones divinas
que el Padre les han encomendado: Juan, nos dice el Maestro, es Elías; el
profeta que conforme a la creencia de entonces, tenía que venir de nuevo antes
que el Mesías. Es el mayor entre los nacidos de mujer, porque ha sido escogido
para ser el precursor de Cristo; para allanar los caminos del Señor; para
preparar la tierra que deberá acoger la semilla de la Palabra divina. La luz
que brilla de Juan el Bautista es, justamente, la que le infunde el Espíritu
Santo al haberlo elegido para dar a conocer al Hijo de Dios: saltando, desde el
primer momento, en el vientre de su madre, al percibir la presencia divina;
Bautizando al Señor en el Jordán y manifestando su identidad mesiánica;
renunciando a sus discípulos para que fueran al encuentro del Salvador del
mundo. Esa es la grandeza de Juan: servir fielmente a Dios, renunciando a sus
propios intereses en honor a la Verdad y, ser testigo de Cristo, en Cristo,
formando parte del Reino de los Cielos.
No podemos dejar de observar que aquí el
Señor nos habla, a ti y a mí, de nuestra responsabilidad como transmisores de
su mensaje. De nuestra fidelidad al compromiso cristiano, que es la grandeza de
nuestro ser y nuestro existir. No somos importantes por todo aquello que
dejaremos cuando la muerte venga a buscarnos, sino por lo que ha marcado nuestra
propia identidad como hijos de Dios: los actos buenos, que han dado felicidad a
los que nos rodean; y el poder acercar sus almas, al calor del Corazón
misericordioso de Cristo.
Pero Jesús nos advierte, como hace siempre,
que desde que Juan anunció a Jesucristo presente en el mundo, los poderes del
infierno han redoblado sus fuerzas para
combatir, sin tregua, a su Iglesia. Nos previene de los falsos profetas,
recordándonos que Él es el último que habla por boca de Dios. Y lo hace porque
es la Palabra divina, hecha carne; el único que puede revelar en su totalidad
quién es Dios, porque es Dios. Después de Él no hay nada que decir, ya que en
su Persona está todo explicado.
Jesús fundó su Iglesia, para que transmitiera
su salvación y su mensaje a través del tiempo y del espacio. En ella está
guardada la Redención para que, libremente, podamos aceptarla; ya que Dios es
respetuoso con nuestra voluntad y no la impone, sólo nos la propone. Pero ante
este tesoro surgirán, de las filas diabólicas, nuevas voces que querrán
extraviarnos, hablándonos de perspectivas distintas, de búsquedas de
conocimientos ilusorios. Por eso, como el Maestro lo sabía, porque era Dios,
nos advierte para que estemos preparados y no nos extraviemos en caminos
tortuosos y complicados que nos alejan de la Verdad divina. El Señor nos ha
dejado sus armas para vencer en la lucha por la salvación: la oración; la
Palabra y una intensa vida Sacramental. Todo está dicho, todo manifestado, todo
guardado en el tesoro de la fe de la Iglesia. Cada uno de nosotros debe, como
Juan, ser testigo entre los suyos del Evangelio de Cristo. Cada uno de nosotros
debe hacer brillar, en su interior, la vocación que Dios nos ha dado en la
propagación del mensaje cristiano. Ahí, en el cumplimiento fiel de nuestra
misión, estará nuestra grandeza.