25 de noviembre de 2013

¿Somos generosos, de verdad?



Evangelio según San Lucas 21,1-4.



Después, levantando los ojos, Jesús vio a unos ricos que ponían sus ofrendas en el tesoro del Templo.
Vio también a una viuda de condición muy humilde, que ponía dos pequeñas monedas de cobre,
y dijo: "Les aseguro que esta pobre viuda ha dado más que nadie.
Porque todos los demás dieron como ofrenda algo de lo que les sobraba, pero ella, de su indigencia, dio todo lo que tenía para vivir".


COMENTARIO:

  Este Evangelio de Lucas, aunque corto en su extensión está cargado de enseñanzas. En primer lugar podemos observar como Jesús, que está pendiente de todo y nada le pasa desapercibido, aprovecha cualquier circunstancia y lugar para transmitir a los suyos, el mensaje de la salvación. En ese momento, el Maestro no resalta la actitud de los ricos que echaban su dinero en las arcas de las ofrendas, ya que ese era su deber para con Dios, sino que centra su atención en el valor incalculable de aquellas monedas de cobre, que la viuda depositó en el gazofilacio del Templo. Esas monedas pequeñas, a las que seguramente nadie prestó atención, y que para Dios eran un tesoro inmenso porque no surgían del deber, sino del amor que es capaz de darlo todo al amado, hasta lo que no tiene.

  Ese gesto, esa actitud de la viuda, se ha convertido para los cristianos de todos los tiempos, en el ejemplo de la generosidad que debe caracterizar a los discípulos de Jesús y que surge, indiscutiblemente, del corazón. De ese lugar donde nada importa, porque el alma se desnuda ante Dios y le muestra su verdadero ser y la realidad de su acontecer. Es allí donde el Padre nos pide esa entrega total que debe caracterizar a los bautizados; donde no nos guardamos nada para nosotros, porque tenemos el convencimiento de que todo lo que poseemos es de Dios. No sólo hablamos de una cuestión económica, que también, ya que las obras que realiza la Iglesia y que son innumerables, no se financian solas; sino de ese tiempo y ese espacio, de esas muchas ideas y proyectos, que los discípulos del Señor hemos de dejar de considerar nuestros.

  Es la vida que nos ha sido entregada con una vocación implícita, una llamada por parte del Señor, a vivir en su comunión. Y esa unión íntima y personal pasa, sin ninguna duda, a través de compartir el amor con nuestros hermanos: los de cerca y los de lejos; los que nos apetecen, y los que no. Hemos de compartir sus necesidades, preocupándonos por sus inquietudes y solventando, en la medida de nuestras posibilidades, su soledad. Hemos de aprovechar cada momento, hasta el que no tenemos, para ser solidarios con todo tipo de sufrimiento, sin olvidar que no hay mejor manera para ayudar a nuestro prójimo que darle a conocer a Cristo; porque sólo Él da sentido al dolor y esperanza a la existencia. Hemos de alimentar al hombre y saciar su apetito, que es una lacra impropia y manifiesta de la injusticia social. Pero tan importante como esto, sino más, es instruir al espíritu y saciar el hambre de Dios que clama dentro del corazón, por creación, del ser humano. Si acercamos las almas a Cristo, el mundo cambiará; si, en cambio, continuamos poniendo parches y tapando grietas que se abren en la barca de nuestra vida, terminaremos por morir ahogados.

  Volviendo los ojos hacia aquella mujer pobre, que daba todo lo que tenía, hemos de comprender que Dios nos exige, en nuestra labor social y apostólica, entregar hasta el último aliento de nuestra vida. Cada uno en su sitio, porque para eso nos puso Dios allí, preocupándonos y ocupándonos de los que nos rodean para mejorar su vida, no sólo material sino espiritual. Somos una unidad inseparable de cuerpo y espíritu y, por ello, nuestras necesidades no se pueden separar a nuestro antojo. Debemos cuidar de que todas las personas disfruten de la vida con dignidad; y una manera de hacerlo, sin duda, es descubriéndoles en primer lugar, su altísima dignidad como hijos de Dios en Cristo.