12 de noviembre de 2013

¡Somos eslabones de la cadena!



Evangelio según San Lucas 17,1-6.


Después dijo a sus discípulos: "Es inevitable que haya escándalos, pero ¡ay de aquel que los ocasiona!
Más le valdría que le ataran al cuello una piedra de moler y lo precipitaran al mar, antes que escandalizar a uno de estos pequeños.
Por lo tanto, ¡tengan cuidado! Si tu hermano peca, repréndelo, y si se arrepiente, perdónalo.
Y si peca siete veces al día contra ti, y otras tantas vuelve a ti, diciendo: 'Me arrepiento', perdónalo".
Los Apóstoles dijeron al Señor: "Auméntanos la fe".
El respondió: "Si ustedes tuvieran fe del tamaño de un grano de mostaza, y dijeran a esa morera que está ahí: 'Arráncate de raíz y plántate en el mar', ella les obedecería.


COMENTARIO:

  En este Evangelio de Lucas podemos observar cómo se reúnen varias enseñanzas de Jesús que tienen, en el fondo, el mismo significado: la conducta que debemos presentar los cristianos y, sobre todo, aquellos que por su trabajo o condición tienen una responsabilidad más grande en la sociedad, o en el desarrollo de la vida de la Iglesia.

  Es muy gráfica la enseñanza que hace el Maestro sobre la gravedad del pecado de escándalo; recordándonos a todos que no sólo debemos ser honrados y coherentes con nuestra fe, sino también obrar con rectitud delante de los hombres y no hacer nada que, como cristianos, pueda ser mal entendido por nuestros hermanos. A veces no es sólo tener la conciencia tranquila, sino pensar si hay actuaciones que a los ojos de los demás puedan ser malinterpretadas por aquellos que, en su debilidad, necesitan para continuar del ejemplo y la fortaleza de los que navegan junto a ellos en el barco de la Iglesia.

  Pero también estas palabras del Señor, se han hecho realidad en los innumerables santos que la historia de la salvación nos ha regalado; como por ejemplo nos repetía habitualmente la Madre Teresa de Calcuta, al exhortarnos en el cuidado que debíamos a nuestros semejantes: “Recordad que el Señor os pedirá cuentas del hermano que os puso al lado”. Sí; todos nosotros, tú y yo, tenemos una responsabilidad irrenunciable que cumplir en la salvación de los que caminan junto a nosotros, mientras nos dirigimos al encuentro de la Patria Celestial. Todos los bautizados somos eslabones de la cadena divina, la Iglesia, que une el cielo y la tierra; y como tales, hemos de realizar con firmeza esa vocación, esa llamada, que Dios puso en nuestro corazón para ser medio de propagación en el mensaje cristiano. Todos hemos conocido a Dios a través de alguien, y ahora somos nosotros ese alguien que debe llevar a Dios para que lo conozcan los demás.

  Como bien dice la palabra, y os lo he repetido muchas veces, prójimo quiere decir próximo, cercano a nosotros; y no hay nadie que lo esté más que nuestra familia, nuestros amigos, nuestros compañeros de trabajo… Aquellos con los que compartimos algo, cada día de nuestra vida. Ellos son nuestra principal responsabilidad, nuestro deber como discípulos de Cristo. Pero Jesús, no sólo nos pide que cumplamos como cristianos, sino que luchemos por no ser instrumentos del diablo en su camino para llevar a los hombres a la perdición. El Señor nos advierte que no tendrá piedad ante aquellos que han sido el motivo de que una de sus ovejas se pierda para siempre.

  Malo es errar en nuestra libertad y volver a escoger separarnos de Dios; pero si esta actuación comporta que alguien decida seguirnos en una espiral de pecado y traición, nuestra pena será terrible porque no sólo daremos cuenta de nuestra falta de fidelidad, sino del odio que hemos sembrado en aquellos hermanos nuestros a los que hemos arrastrado a un viaje de difícil retorno. Es el propio Jesús el que insiste en que seremos juzgados en el amor; y si en su lugar aparece la envidia y la instrumentación que ha logrado que otros compartan con nosotros el deseo de herir a Dios, no habrá nada que juzgar porque directamente el alma se condenará a sí misma al reino del odio y el rencor: al infierno.

  Después, el Señor invita a la grandeza de corazón en el perdón de las ofensas. Pero nos insiste en que tenemos la obligación de reprender, no para herir, sino para que los demás mejoren; ya que sólo se molestan en amonestar e intentar corregir, aquellos que de verdad aman al amigo y desean que mejore. Y si esa persona reconoce su error, aunque su error nos haya dañado y ofendido, debemos valorar su esfuerzo y tender esa mano que Nuestro Padre Dios nos tiende en el Sacramento de la Penitencia, de una manera ilimitada. Debemos resistirnos a albergar en nuestro corazón alguna forma de rencor que sólo sirve para endurecerlo y dificultar con ello la recepción del amor divino. Sólo tenemos un corazón y con él amamos a todos los que nos rodean; si lo vamos impermeabilizando ante las actitudes de los demás que nos hieren, seremos incapaces de abrirlo a las cosas del Señor. Es mejor notar el dolor, que terminar por no sentir nada y ser incapaces de apreciar el inconmensurable don de la cercanía de Dios, que se manifiesta en el perdón.

  Pero los apóstoles son conscientes de la dificultad que entrañan estas exigencias. Que nuestra naturaleza herida por el pecado, necesita de la fuerza sacramental para actuar coherentemente como hijos de Dios. Por eso le piden, en un acto de humildad propio de aquellos que se conocen bien a sí mismos, que les aumente la fe. Y Jesús aprovecha, como hace siempre, para explicarles que la confianza plena en Dios es el secreto que cambia la vida. Los miedos se diluyen; los hechos cobran sentido y el amor es el epicentro y la finalidad de nuestro actuar. Cristo, que es la Verdad, nos abre un abismo de esperanza al recordarnos que con Él, todo es posible. Y sin Él, por más que nos esforcemos, nada es factible.