18 de noviembre de 2013

¡Señor, que vea!



Evangelio según San Lucas 18,35-43.



Cuando se acercaba a Jericó, un ciego estaba sentado al borde del camino, pidiendo limosna.
Al oír que pasaba mucha gente, preguntó qué sucedía.
Le respondieron que pasaba Jesús de Nazaret.
El ciego se puso a gritar: "¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!".
Los que iban delante lo reprendían para que se callara, pero él gritaba más fuerte: "¡Hijo de David, ten compasión de mí!".
Jesús se detuvo y mandó que se lo trajeran. Cuando lo tuvo a su lado, le preguntó:
"¿Qué quieres que haga por ti?". "Señor, que yo vea otra vez".
Y Jesús le dijo: "Recupera la vista, tu fe te ha salvado".
En el mismo momento, el ciego recuperó la vista y siguió a Jesús, glorificando a Dios. Al ver esto, todo el pueblo alababa a Dios.


COMENTARIO:

  Este Evangelio de Lucas nos enseña la importancia del seguimiento público de Jesús; del testimonio como discípulos suyos, que transmitimos a los demás. El ciego de Jericó oyó a la multitud que pasaba hablando del Señor, y por ello se atrevió a alzar la voz reclamando su misericordia. Nosotros, ante aquellos que tienen los ojos cerrados a la certeza de la fe, no hemos de presentar vergüenzas humanas ni de lo que somos, ni de lo que predicamos, atestiguando con la palabra lo que siente nuestro corazón.

  Parece que muchas veces tememos que los demás descubran el  amor al Maestro, que da sentido a nuestras vidas. Tal vez, si nos atreviéramos a dar razones del mensaje cristiano, defendiendo con la fuerza de la razón y la coherencia de nuestros actos, aquello que sabemos con seguridad que está mal delante de Dios, muchos hermanos preguntarían por Jesús y seguirían con nosotros el camino para alcanzarlo. Porque no olvidéis que en cuanto alguien se encuentra con el Hijo de Dios, su plegaria se vuelve acuciante y necesita acercarse a ese Corazón que desborda una misericordia sin límites.

  El ciego lo percibió en el más íntimo de sus sentidos y por ello comenzó, en voz alta, a clamar al Señor para que remediara sus males. Ese alzar la voz y dar testimonio de la necesidad que tenemos de la proximidad divina, sin respetos absurdos que esconden en realidad una falta de responsabilidad y valor, posiblemente será motivo de burla e incomodidad por parte de aquellos que comparten nuestro quehacer diario. Nos hablarán de incultura, de falta de evidencia, de manipulación histórica y, sobre todo, de defender una posición fundamentalista que denota una falta de “talante”. Pero esos mismos que desean sellar nuestros labios para que no transmitamos el mensaje de Cristo, ni demos ejemplo a los demás de una vida fervorosa, son los que con una intransigencia irracional defienden teorías científicas que los años demuestran erróneas, o nos imponen teorías ideológicas que coartan la libertad y que bombardean nuestras mentes con mensajes subliminales, transmitidos a través de los medios de comunicación social. Hemos de tener el valor, porque tenemos el derecho, de elevar nuestra voz al mundo para pedirle a Dios su Gracia y que nos devuelva la salud, tanto física como espiritual, que a veces perdemos.

  Cuando un cristiano cualquiera empieza a vivir acorde a su fe, dándole a las cosas de esta tierra su justa importancia y no más;  y practicando según las obras que exige la coherencia de su vocación, comienza de forma simultánea  la crítica y la contradicción de aquellos que, habiendo compartido el Bautismo, viven como si jamás lo hubieran recibido. Pero el Señor nos enseña, en este pasaje como en otros, que lo que mueve su corazón divino, es la confianza inquebrantable que ponemos en su Persona; y el estar dispuestos, por su amor, a soportar las críticas injustas y maledicentes. Es entonces cuando los demás observarán en nosotros que se realiza el misterio de la salvación: que Dios devuelve al hombre, en su Providencia, la luz que ilumina el sentido de la contradicción. Y si es su voluntad, obrará el milagro y nos sanará, para que seamos testigos ante los demás de su magnificencia.

  Como el ciego, hemos de orar al Señor pidiendo “ver”, con una plegaria que llegue a nuestros labios por un deseo profundo del corazón. Saber entender los designios que nuestro Padre ha dispuesto para nosotros, aceptándolos con la alegría que surge, no de la inconsciencia, sino del consentimiento de la voluntad divina. Hay que repetir sin descanso ese: “Señor, que vea”, cuando las dudas no nos permitan abrirnos a los planes de Dios, ensombreciéndose nuestro horizonte. Hemos de clamar al cielo para poder ver lo que Dios espera de cada uno de nosotros; lo que quiere en realidad de ti y de mí. Y, después, pedirle la Gracia y la fuerza del Espíritu que nos permita ser fieles en la lucha para conseguir alcanzar nuestro destino.