9 de noviembre de 2013

¡la Iglesia, el Cuerpo de Cristo!



Evangelio según San Juan 2,13-22.




Se acercaba la Pascua de los judíos. Jesús subió a Jerusalén
y encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas y a los cambistas sentados delante de sus mesas.
Hizo un látigo de cuerdas y los echó a todos del Templo, junto con sus ovejas y sus bueyes; desparramó las monedas de los cambistas, derribó sus mesas
y dijo a los vendedores de palomas: "Saquen esto de aquí y no hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio".
Y sus discípulos recordaron las palabras de la Escritura: El celo por tu Casa me consumirá.
Entonces los judíos le preguntaron: "¿Qué signo nos das para obrar así?".
Jesús les respondió: "Destruyan este templo y en tres días lo volveré a levantar".
Los judíos le dijeron: "Han sido necesarios cuarenta y seis años para construir este Templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?".
Pero él se refería al templo de su cuerpo.
Por eso, cuando Jesús resucitó, sus discípulos recordaron que él había dicho esto, y creyeron en la Escritura y en la palabra que había pronunciado.



COMENTARIO:



  Este Evangelio de Juan nos muestra a Jesús haciendo realidad aquellas palabras proféticas donde el celo por guardar la casa del Padre, consumía al Mesías prometido.



  Durante las fiestas judías, todos los israelitas subían a Jerusalén para rendir culto y tributo a Dios, encontrando en el propio Templo a los vendedores que les proporcionaban los animales que iban a sacrificar en la ceremonia litúrgica. Cerrar los ojos  por un momento, e imaginaros lo que debía ser aquello: el ruido y el trasiego ensordecedor; la suciedad de los animales; los gritos de los regateos… un negocio que había convertido el lugar de oración por antonomasia, en un mercado oriental. Jesús tiene claro que el objeto de veneración que se alza majestuoso ante sus ojos, no son las paredes en oro y las columnas en cedro, sino que todo aquello es un “lugar” exclusivamente dedicado al culto divino; una estancia consagrada por entero a Dios y, como tal, merece el respeto debido.



  Cuantas veces nuestras Iglesias, que no sólo representan la sacralidad de los espacios solemnes como ocurría en Jerusalén, sino que en ellas, en un pequeño Sagrario –a través de un acto de amor inconmensurable-  nos espera el propio Dios, son lugares de visita turística donde sin pudor se reduce su importancia a un mero monumento artístico; permitiéndose, en voz alta, comentarios jocosos y agravios imprudentes. Lugares donde, sin decoro ninguno, la gente acude con la misma vestimenta a la que irían a hacer un picnic festivo o disfrutar de un día de playa. A nadie, y digo nadie, se le pasaría por la imaginación asistir a una presentación importante sin la vestimenta adecuada, ya que sería entendido como una falta total de respeto e interés ante el que lo organiza, o ante aquellos que participan.



  Somos nosotros, los propios cristianos, los que a través de nuestro silencio cobarde, y nuestro cómodo “talante” admitimos estas actitudes que minimizan la inmensa importancia que tienen, de forma objetiva, nuestras iglesias como lugares donde, porque así lo ha querido, reside y nos espera el propio Dios de los Cielos. Solamente hemos de observar la actitud que mantuvo el propio Cristo ante la violación al respeto debido al Templo de Jerusalén.



  Cuando Jesús compara dicho Templo con su propio Cuerpo, está revelando la verdad más profunda que existe sobre sí mismo: que el propio Verbo de Dios puso su morada entre nosotros, y se hizo Hombre. Que plantó la tienda de las promesas, donde descansaba la nube divina, en el vientre Santísimo de la Virgen María. Que la Encarnación ha sido el hecho que ha ejecutado aquel compromiso  futuro al que nos trasladaba en el tiempo mesiánico, la Escritura santa: Dios está entre nosotros; y ha decidido quedarse para siempre.



  Por eso el Señor aprovecha ese lenguaje metafórico, que tantas veces ha usado en su predicación, para resaltar la autoridad que tiene como Hijo de Dios. Y, como tantas veces, los hombres son incapaces de trascender el mensaje que les transmite. Porque el signo del que les habla, es  su propia resurrección el tercer día; donde los hombres destruirán su Cuerpo, a golpes de látigo y clavándole en una cruz, para levantarse glorioso y liberarnos de los brazos del pecado y de la muerte eterna. Ese fue el verdadero sentido de las palabras de Jesús que, posteriormente dieron luz a sus discípulos; luz y esperanza que nos han transmitido a través de la fe, todos aquellos que gozaron de la presencia real del Resucitado.