29 de noviembre de 2013

¡La alegría del amado!



Evangelio  de Lucas 21,20-28:

 En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Cuando veáis a Jerusalén cercada por ejércitos, sabed entonces que se acerca su desolación. Entonces, los que estén en Judea, huyan a los montes; y los que estén en medio de la ciudad, que se alejen; y los que estén en los campos, que no entren en ella; porque éstos son días de venganza, y se cumplirá todo cuanto está escrito.

“¡Ay de las que estén encinta o criando en aquellos días! Habrá, en efecto, una gran calamidad sobre la tierra, y cólera contra este pueblo; y caerán a filo de espada, y serán llevados cautivos a todas las naciones, y Jerusalén será pisoteada por los gentiles, hasta que se cumpla el tiempo de los gentiles. Habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas; y en la tierra, angustia de las gentes, perplejas por el estruendo del mar y de las olas, muriéndose los hombres de terror y de ansiedad por las cosas que vendrán sobre el mundo; porque las fuerzas de los cielos serán sacudidas. Y entonces verán venir al Hijo del hombre en una nube con gran poder y gloria. Cuando empiecen a suceder estas cosas, cobrad ánimo y levantad la cabeza porque se acerca vuestra liberación».

COMENTARIO:

  En este Evangelio de Lucas observamos el discurso escatológico del Señor sobre los signos que descubrirán el fin de los tiempos. Siguen las señales, con la destrucción de Jerusalén; y el Maestro se detiene especialmente en esta circunstancia porque sabe que la Ciudad Santa será cercada  por el ejército romano de Tito y que su pueblo, al evocar sus palabras, huirá a Transjordania. Pero Jesús recuerda que este capítulo tiene que venir acompañado de otra serie de circunstancias que se han de dar en el mismo momento; y, evidentemente, ese no ha sido el caso. Porque la Nueva Jerusalén, de la que nos habla la Parusía, será ese lugar sagrado donde Dios visitará a su pueblo y que Cristo ha fundado en el tiempo, la Iglesia.

  Esos momentos de tribulación que se vivirán con la destrucción del Templo, a manos de una civilización pagana, serán imagen de los sufrimientos que la Iglesia deberá pasar, sin sucumbir, hasta el último instante. El Señor acompañó esas circunstancias, con la cautividad y la desaparición de Israel como nación, con la aparición del “tiempo de los gentiles”; es decir, la época durante la cual todos aquellos que no pertenecíamos al pueblo de Israel, íbamos a entrar a formar parte del Nuevo Pueblo de Dios, la Iglesia; hasta que, como asegura Jesús, los judíos se conviertan al final de los tiempos. Todas esas desgracias que se asocian al mensaje del Señor, son señales de cuanto acontecerá antes de la venida gloriosa del Hijo del Hombre: toda la creación entera participará de la misma angustia de la gente, que se debatirá entre la ansiedad y el terror.

  Todo perderá su orden establecido, porque todo recuperará el verdadero orden primigenio que Dios estipuló para todo lo que salió de sus manos; y, en ese momento, el diablo dejará de tener influencia sobre el ser humano. Se habrá acabado el tiempo de demostrar y sólo quedará enseñar a Dios nuestra vida, fijada como una fotografía. No habrá marcha atrás, ni tiempo de recuperar nuestros errores; sólo será la oportunidad de dar testimonio de lo que de verdad hemos sido, y no de lo que hemos querido aparentar.

  Y es aquí donde yo quería llegar, tras observar este pasaje que, a simple vista, parece tan tremendo. El cristiano, si de verdad lo es, espera a su Señor con la alegría del amado que lleva tiempo suspirando por el momento del encuentro. Por eso, observar que Cristo llega triunfante, tras haber entregado su vida por nosotros y sufrir todas las humillaciones que se pueden infringir a un ser humano, es una circunstancia que, aunque nos asuste el cómo, nos tiene que llenar de alegría. Es entonces cuando podremos comprobar con la certeza, no sólo de la fe, que nuestra esperanza estaba fundada en Aquel que es el Camino, la Verdad y la Vida. En ese momento no habrá más injusticias, ni dolor, ni tristezas…sólo el encuentro con el Hijo de Dios al que aprendimos a amar a través de la Escritura Santa y los Sacramentos. Al que celebramos en la Liturgia y que nos ha acompañado tantas veces en la soledad de nuestra alcoba. Con El que oramos, lloramos y reímos; por El que suspiramos, para que sea nuestra fortaleza en el dolor y nuestra alegría en la contradicción.

  Pero como tantas veces nos recordará Jesús, y así se lo testimonió en la Cruz al Buen Ladrón, cada uno de nosotros tendrá su final particular cuando llegue el término de sus días en la tierra. Y en ese momento personal, veremos a Cristo cara a cara para rendir cuentas de la vida que se nos entregó como préstamo, para ser devuelto con los intereses del amor. No tememos a la Parusía, porque intentamos prepararnos cada día para dar testimonio de nuestra fe y estar dispuestos a emprender el viaje que nos conduce a los brazos amorosos de ese Padre, que nos espera desde toda la eternidad: hoy, ahora, mañana o en un futuro cercano.