14 de noviembre de 2013

¡Jesús no defrauda jamás!



Evangelio según San Lucas 17,11-19.



Mientras se dirigía a Jerusalén, Jesús pasaba a través de Samaría y Galilea.
Al entrar en un poblado, le salieron al encuentro diez leprosos, que se detuvieron a distancia
y empezaron a gritarle: "¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!".
Al verlos, Jesús les dijo: "Vayan a presentarse a los sacerdotes". Y en el camino quedaron purificados.
Uno de ellos, al comprobar que estaba curado, volvió atrás alabando a Dios en voz alta
y se arrojó a los pies de Jesús con el rostro en tierra, dándole gracias. Era un samaritano.
Jesús le dijo entonces: "¿Cómo, no quedaron purificados los diez? Los otros nueve, ¿dónde están?
¿Ninguno volvió a dar gracias a Dios, sino este extranjero?".
Y agregó: "Levántate y vete, tu fe te ha salvado".


COMENTARIO:

  Vemos en este Evangelio de Lucas, como el Señor realiza su misión: la salvación de los hombres, en cualquier lugar; aprovechando todas las ocasiones. Aquí observamos cómo, mientras se trasladaba a Jerusalén, pasando entre la Galilea y Samaria, le salieron al encuentro un grupo de leprosos. Bien hubiera podido decir Jesús que aquel no era el momento, ya que iban de prisa y estaban cerca de Samaria, lugar que todo judío intentaba evitar por los problemas ancestrales que se daban entre los dos pueblos. Bien hubiera podido remitirles a aquellos momentos de predicación, donde las gentes aprovechaban para acercarle a sus enfermos y pedirle que los sanara. Pero el Maestro sabe que cada uno de nosotros tiene su momento en la vida de la fe, y por eso aprovecha estos instantes de dolor, para enviarlos ante la presencia de los sacerdotes.

  Ninguno de aquellos leprosos pensó que el Señor no había entendido su petición, ya que en vez de mandar a la enfermedad que abandonara sus cuerpos, como tantas veces había hecho, les remitió en busca de los sacerdotes del Templo. Pero ninguno de ellos discutió, sino que todos lo aceptaron con la confianza de que Jesús no les iba a defraudar, porque cada uno de ellos tenía el convencimiento de que se encontraba ante el Hijo de Dios. Y, como siempre, el acto de sumisión ante la voluntad divina quedó superado con creces por el amor que derramó Jesús ante aquellos que ponían en Él su esperanza.

  Hasta aquí creo que podemos sacar dos maravillosas enseñanzas para nuestra vida cotidiana. Todo momento, todo lugar y cualquier circunstancia, es buena para transmitir la salvación de Dios al mundo,  a través del apostolado de la Palabra y del ejemplo de una intensa vida sacramental. No podemos estar pendientes, para cumplir nuestra obligación de cristianos, de esperar el momento más adecuado; porque ya se encargará el diablo de poner todos los obstáculos, para que ese momento no se dé. Hay que recordar las palabras que nos dijo san Pablo, en las que nos recomendaba que en todas las circunstancias de nuestra vida, hasta en las más comunes, lo hiciéramos todo por amor a Dios. Así, de esta manera, Cristo es el centro de nuestro sentir y nuestro existir, y todas las decisiones, por ello, intentaremos calibrarlas en la medida de sus mandamientos.

  Vemos también como esos hombres, que en circunstancias normales hubieran luchado entre sí por pertenecer a dos pueblos que vivían en un antagonismo visceral, olvidan aquello que les separa para unirse en el dolor, que a todos iguala. La enfermedad ha sido el punto de inflexión donde cada uno se ha dado cuenta de la verdadera importancia que tienen las cosas; de la estupidez que representa perder el tiempo, que es poco, en discusiones que a nada nos llevan. El sufrimiento les ha dado la luz suficiente para considerar que, a pesar del color, la raza, la cultura o la religión, todos somos seres humanos, iguales y dependientes del amor de Dios.

  Creo que es un hecho demostrable, que el placer y el bienestar nos hacen egoístas, por miedo a perder aquello que tenemos y que hemos terminado por considerar nuestro. En cambio, cuando no hay nada que perder, lo poco que tenemos lo compartimos con los demás, porque la dificultad nos hace solidarios. Por eso Jesús nos avisará muchas veces, ante el peligro de olvidar que sólo somos usufructuarios de los bienes; y que esos bienes están para servir y ayudar a que los demás puedan participar de lo que, por justicia, les corresponde. Y eso no conoce lema, ni filosofía, ni política particular, sino la implantación del amor de Dios en el corazón de aquellos que tienen el poder de tomar decisiones, elaborar leyes y estipular culturas.

  Para finalizar, Jesús manifiesta la tristeza que siente al contemplar la actitud desagradecida de aquellos nueve que no regresaron para dar las gracias por la salud recobrada. Cuantas veces nosotros, que nos hemos acostumbrado a los muchos milagros que el Señor hace por y para cada uno de los que recurrimos a Él en la oración, hemos actuado de la misma manera que aquellos leprosos que, habiendo conseguido recuperar la salud, se olvidaron de regresar sobre sus pasos para alabar a la Causa de su gozo. Algo tan natural como es agradecer la comida de cada día, bendiciendo la mesa, ha pasado al más absoluto de los olvidos. Recogernos en una acción de gracias, tras comulgar, para unirnos al Señor y bendecir, con el alma y el cuerpo, ese momento en que Jesús se entregó por todos nosotros, es casi un imposible ante la presteza de aquellos que nos cierran las luces y las puertas del templo de Dios, que también es nuestro. Y recuperar esa frase que da testimonio de nuestro sentir, como es el “gracias a Dios”, de toda la vida, es una necesidad imperiosa que manifiesta que somos conscientes de que todo lo que pase en nuestro existir, sea lo que sea, es voluntad de la Providencia y, por ello, motivo para agradecer.