8 de noviembre de 2013

¡Dios nos busca siempre!



Evangelio según San Lucas 14,25-33.




Junto con Jesús iba un gran gentío, y él, dándose vuelta, les dijo:
"Cualquiera que venga a mí y no me ame más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo.
El que no carga con su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo.
¿Quién de ustedes, si quiere edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, para ver si tiene con qué terminarla?
No sea que una vez puestos los cimientos, no pueda acabar y todos los que lo vean se rían de él, diciendo:
'Este comenzó a edificar y no pudo terminar'.
¿Y qué rey, cuando sale en campaña contra otro, no se sienta antes a considerar si con diez mil hombres puede enfrentar al que viene contra él con veinte mil?
Por el contrario, mientras el otro rey está todavía lejos, envía una embajada para negociar la paz.
De la misma manera, cualquiera de ustedes que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo.



COMENTARIO:



  Este Evangelio de Lucas pone al descubierto toda la misericordia divina, de un modo gráfico: a través de dos parábolas que describen el infinito y paternal desvelo de Dios por el hombre, y su alegría por la conversión de un pecador que parecía perdido.



  Vemos como las acusaciones de los escribas y fariseos, le sirven a Jesús para abrir su corazón y descubrir su preocupación por salvar a todos los seres humanos; y no sólo intentarlo, sino ir a su encuentro como nos manifestó con el ejemplo del Buen Pastor. Esas palabras que se convertirán en hechos con la Encarnación del Verbo, Jesucristo, donde el Hijo de Dios se hará hombre,  para que ningún hombre se pierda la Redención.



  Jesús es acusado por los doctores de la Ley de recibir a los pecadores y comer con ellos; de relacionarse con aquellos que a los ojos de los miembros destacados del Pueblo de Israel, estaban excluidos de las promesas divinas. El Maestro intenta aclarar el error, desgranando con amor las comparaciones que pueden iluminar la oscuridad que la soberbia sembró en sus corazones. ¿De quién se preocupa más esa madre que desea ver crecer a sus hijos? De aquel que está más enfermo y sabe, con certeza, que va a tener que salvar mayores obstáculo para sobrevivir. Así es nuestro Dios; pendiente hasta el extremo de todos aquellos que, por debilidad, no han sabido vencer la tentación del diablo y han sucumbido, alejándose del camino de la salvación.



  Por todos nosotros, heridos por el pecado original, soportó el Señor su Pasión y su Muerte; por cada uno de nosotros, se hizo reo de muerte, para devolvernos la Vida. Por eso, imaginaros la alegría de Jesús cuando decidimos, en libertad, participar con Él de su mensaje y regresar al redil, la Iglesia, donde nos esperan los Sacramentos que nos ayudaran a ser fieles testigos de la fe. Cuando estamos dispuestos a recibir los frutos de su sacrificio, que por nosotros padeció, hasta ser clavado en una Cruz.



  Dios no se ha quedado cruzado de brazos, como hubiera hecho cualquiera, ante nuestra debilidad; ante nuestra ingratitud, sino que con un celo infinito ha hecho de todo para encontrarnos: a veces, habrá sido un hecho fortuito que nos ha permitido replantearnos la vida; otras veces, una persona amiga que, con su ejemplo y su paciencia, ha conseguido que volviéramos a frecuentar situaciones casi olvidadas; o un libro, que nos dio luz en la tiniebla de la duda; puede que un sacerdote fuera el que, de una forma casual, consiguió devolvernos la esperanza.



   En cada esquina, en cada momento, en cada alegría y en cada dolor, el Señor abre sus brazos para fundir el hielo de nuestro corazón que han depositado filosofías erróneas y materialistas. Todo este mundo creado por Dios sólo tiene un destinatario, el ser humano, que si sigue los parámetros divinos está “condenado” por el amor divino a ser feliz. Felicidad que se conseguirá, no por tener, sino por compartir la Gracia que nos permitirá conocer el verdadero sentido de nuestro existir.