4 de noviembre de 2013

¡Cumplamos con nuestro deber!



Evangelio según San Lucas 14,12-14.


Después dijo al que lo había invitado: "Cuando des un almuerzo o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos, no sea que ellos te inviten a su vez, y así tengas tu recompensa.
Al contrario, cuando des un banquete, invita a los pobres, a los lisiados, a los paralíticos, a los ciegos.
¡Feliz de ti, porque ellos no tienen cómo retribuirte, y así tendrás tu recompensa en la resurrección de los justos!".


COMENTARIO:

  En este Evangelio de Lucas, el Maestro sigue enseñándonos con la imagen del banquete, que tanto le gustaba resaltar. Ese Banquete celestial al que todos, sin exclusión salvo el deseo de estar, hemos sido invitados para participar de la gloria de Dios. Ese compartir el alimento divino aquí en la tierra, que no entiende de razas, clases, culturas o posición; sino de actitudes de amor incondicional, que están dispuestas a vivir con y en Cristo, entregándose a los demás.

  Pero ahora el Señor no nos habla de los invitados, sino de la humildad que debe  mover al que invita; porque cada uno de nosotros debe acercarse a sus hermanos para que participen del mensaje cristiano y así, como miembros de la Iglesia, alcanzar la salvación. Muchas veces, en nuestra vocación apostólica, hablamos de Jesús a aquellos que sabemos que nos pueden entender; que agradecerán nuestra proximidad y nuestro apoyo y que, aunque sólo sea por educación, compartirán su tiempo con nosotros. Pero yo me pregunto si estaríamos dispuestos a hablar de Dios a aquellos hermanos desfavorecidos y enfadados que, seguramente nos recibirían con el desprecio propio del que sufre sin haber alcanzado el verdadero sentido del dolor. Si seguiríamos estando al lado de las personas que nos tildan de pesados y fundamentalistas por intentar, año tras año, acercarlos a Dios.

  Todos nuestros actos, sobre todo aquellos que, de una forma desinteresada, intentan mejorar la vida de los demás, deben ser eso: carentes de todo interés personal y de toda vanagloria. Es cierto que el orgullo engrandece nuestro “ego” por el simple hecho de haber cumplido con lo que sabemos que es nuestra obligación; pero debemos rectificar la intención y sentir una satisfacción no por el cómo, sino por haber sido el medio que el Señor ha elegido para acercar a nuestros hermanos algo de paz, alegría y sosiego.

  Muchas veces, estoy segura, nos habremos preguntado qué hacen algunas personas participando en tareas que consideramos impropias por su condición, su forma de vivir  o su falta de comprensión… Pero es que ante Dios, cualquiera de nosotros es un ser indigno de compartir la tarea divina encomendada, en la propagación de la Redención. Si todo un Dios me ha escogido a mí, que soy capaz de todos los errores y todos los horrores (como decía san Josemaría) ¿cómo yo voy a menospreciar a alguien que se sienta llamado a participar en la transmisión del Evangelio? ¿Estoy yo dentro de su alma para poderlo juzgar sin error? No; sólo Dios.

  Hemos de entregar el mensaje de la salvación a todos los hombres sin excepción; no sólo a los que nos lo agradecen, sino y sobre todo, a aquellos con los que tenemos un deber más grande porque la injusticia del mundo los ha situado en riesgo de exclusión. Nadie dijo que transmitir la fe sea una tarea cómoda, y si lo es, es que nos hemos perdido en algún lugar de la comprensión de nuestra fe. Tenemos el deber, cueste lo que cueste, aunque sea nuestra honra, de caminar como bautizados, al lado de Nuestro Señor Jesucristo que sólo recibió, en su vida terrena, la incomprensión y el desprecio de aquellos a los que favoreció.