20 de noviembre de 2013

¡Cambiemos el "yo", por el "nosotros"!



Evangelio según San Lucas 19,1-10.


Jesús entró en Jericó y atravesaba la ciudad.
Allí vivía un hombre muy rico llamado Zaqueo, que era jefe de los publicanos.
El quería ver quién era Jesús, pero no podía a causa de la multitud, porque era de baja estatura.
Entonces se adelantó y subió a un sicomoro para poder verlo, porque iba a pasar por allí.
Al llegar a ese lugar, Jesús miró hacia arriba y le dijo: "Zaqueo, baja pronto, porque hoy tengo que alojarme en tu casa".
Zaqueo bajó rápidamente y lo recibió con alegría.
Al ver esto, todos murmuraban, diciendo: "Se ha ido a alojar en casa de un pecador".
Pero Zaqueo dijo resueltamente al Señor: "Señor, voy a dar la mitad de mis bienes a los pobres, y si he perjudicado a alguien, le daré cuatro veces más".
Y Jesús le dijo: "Hoy ha llegado la salvación a esta casa, ya que también este hombre es un hijo de Abraham,
porque el Hijo del hombre vino a buscar y a salvar lo que estaba perdido".

COMENTARIO:

  En este Evangelio de Lucas podemos observar la actitud de Zaqueo ante la imposibilidad, por su baja estatura, de ver a Jesús. Se las ingenia para conseguirlo, sin importarle la vergüenza de las medidas que debe tomar para alcanzar su objetivo. No le preocupa qué pensarán aquellos que se encuentran allí reunidos, y que son los mismos con los que se tropezará a diario por las calles de Jericó. Sólo sabe que ha sentido en su interior el deseo de conocer a Aquel Hombre del que todos hablan, y esa íntima aspiración le ha dado el valor suficiente para intentar vencer todas las dificultades.

  Ese primer punto del párrafo debe enseñarnos que, ante nuestra búsqueda personal de Dios, no debe atemorizarnos jamás el qué dirán. Hemos de convencernos de que no existe el ridículo para el que quiere hacer lo mejor; y lo mejor para descubrir la paz y recuperar la felicidad perdida por nuestras miserias humanas, es el encuentro con Nuestro Señor. Pero es cierto que muchos de nosotros tenemos dificultad para alcanzar la altura necesaria que nos permitirá pasar un rato con Jesús; sin embargo, olvidamos que poseemos, por el amor divino, los medios adecuados para llegar a Él: la oración y los Sacramentos, que el propio Cristo nos legó, para que pudiéramos alcanzarlo.

  Vemos como el Maestro premia el esfuerzo del jefe de publicanos, acudiendo como invitado a compartir su mesa. Jesús manifiesta su misericordia ante un perdón que se ha ofrecido por el deseo, casi imperceptible, de recibirlo. Y se cumple con los hechos, las palabras que tantas veces nos ha repetido la Escritura sobre la salvación que el Señor ha venido a repartir, sobre todo a los descarriados. Resonando en sus actos el mensaje de Ezequiel, cuando afirmaba que el Mesías buscaría a la oveja perdida y tomaría a la descarriada, para curarle las heridas; sanando a la que estaba enferma.

  Por eso, ante el movimiento de curiosidad de Zaqueo, Jesús responde llamándole por su nombre como hace el Buen Pastor y aceptándole junto a Él. Evidentemente, para aquel hombre, el encuentro con Cristo significó, como para nosotros, la alegría y la redención. Estas líneas también deben enseñarnos que no somos nadie para juzgar a las personas, y mucho menos condenarlas, desconociendo la trayectoria que ha marcado su vida. Sólo Dios, que penetra en el fondo de las conciencias, es quien sabe la realidad que ha impulsado a cada ser humano a comportarse de una forma determinada, haciendo uso de su libertad.

  Jesús nos transmite que, ante el regalo de la Gracia, debe existir una correspondencia por parte de nuestra voluntad. Aquel recaudador de impuestos no queda indiferente ante la cercanía divina, y hace el propósito de corregir sus errores y devolver el cuádruple  de lo que ha podido defraudar; además de entregar a los demás la mitad de sus bienes. Ese encuentro con el Salvador ha cambiado los esquemas de Zaqueo, y nunca más podrá seguir llevando la vida que, hasta ese momento, le parecía apropiada a su necesidad. Esa búsqueda de sí mismo, donde su beneficio era él mismo, a toda costa y a cualquier precio. Ahora sabe que cuando Dios penetra en nuestro interior, nuestra existencia cambia; porque todo adquiere una dimensión distinta, la del amor. Donde ya no hay un “yo”, sino un “nosotros”; y donde somos capaces de perder nuestra paz para que otros terminen su guerra. Encontrar a Cristo es salir a buscar a nuestros hermanos; es cambiar nuestra forma de sentir y responder afirmativamente a aquella llamada de Dios, que hizo cuando nos creó, al fondo de nuestro corazón. Encontrar a Jesús no es decir “Señor, Señor”; sino manifestar con nuestro ejemplo, la coherencia de nuestra vida cristiana.