7 de octubre de 2013

¡Somos trabajadores de la viña!



Evangelio según San Lucas 17,5-10.


Los Apóstoles dijeron al Señor: "Auméntanos la fe".
El respondió: "Si ustedes tuvieran fe del tamaño de un grano de mostaza, y dijeran a esa morera que está ahí: 'Arráncate de raíz y plántate en el mar', ella les obedecería.
Supongamos que uno de ustedes tiene un servidor para arar o cuidar el ganado. Cuando este regresa del campo, ¿acaso le dirá: 'Ven pronto y siéntate a la mesa'?
¿No le dirá más bien: 'Prepárame la cena y recógete la túnica para servirme hasta que yo haya comido y bebido, y tú comerás y beberás después'?
¿Deberá mostrarse agradecido con el servidor porque hizo lo que se le mandó?
Así también ustedes, cuando hayan hecho todo lo que se les mande, digan: 'Somos simples servidores, no hemos hecho más que cumplir con nuestro deber'".


COMENTARIO:

  En este episodio que san Lucas nos presenta, vemos como los apóstoles conscientes de las dificultades que entrañan las exigencias que el Maestro les presenta para seguir el camino del Evangelio, le piden que les aumente la fe. Cierto es que la fe es un don de Dios, un regalo del cielo donde todo cobra sentido; pero no es menos cierto que el Señor, para dárnosla, espera que se la solicitemos.

  Alcanzar la confianza que descansa en la Providencia requiere, sin duda, el esfuerzo personal de intentar alcanzarla. Es muy difícil amar aquello que no se conoce; es más, yo diría que es casi imposible. Por ello, abrir nuestro entendimiento a la luz del Espíritu Santo, buscando el rastro en la historia del paso de Dios por la tierra, es el verdadero comienzo para sentir la necesidad de recurrir al Maestro y rogarle que nos de su Gracia. Sólo así conseguiremos ser unos fieles transmisores de su Palabra.

  La fe nos abre un horizonte infinito, donde descubrimos un Padre todopoderoso que es, a la vez, infinitamente misericordioso. Y este descubrimiento es el que nos da la seguridad, como hijos, de que todo lo ha puesto el Señor para nuestro buen servicio. Que nada sucederá, que no nos convenga, porque hasta el último minuto de nuestra vida está en las manos providentes de Dios. Que nuestras súplicas nunca serán desoídas por Aquel que fue capaz, ante nuestro dolor, de hacerse dolor por nosotros; de morir, por nuestra causa, en una cruz.

  Es esa certeza, interior y profunda, la que pone alas a nuestro corazón y nos hace capaces de sentir que, como aquellos santos que nos han precedido y dejado su ejemplo, con el tiempo nuestra obra apostólica será también, si a Dios conviene, como un mar sin orillas. Pero Jesús nos apremia a no engreírnos en la tarea, si esa tarea es productiva y termina dando frutos. Como siempre os recuerdo, no os dejéis tentar por el diablo que recurrirá a vuestra soberbia para haceros creer que el mérito es vuestro.

  No somos nada más, ni nada menos, que instrumentos libres en manos del creador contribuyendo a finalizar su obra. Es evidente que todo irá mejor, y será más fácil, si el instrumento utilizado se encuentra en estupendas condiciones. No es lo mismo pintar un cuadro con un pincel de finas y limpias cerdas, que hacerlo con uno sucio y lleno de pintura seca. Por eso el Señor nos urge a vivir las virtudes que nos ayudarán a cumplir mejor su voluntad. Sólo si estamos libres de las ataduras que nos esclavizan a nuestros instintos más bajos, seremos capaces de emprender el vuelo y acercarnos hasta Dios.

  Pero el Maestro quiere dejarnos claro, muy claro, que somos unos trabajadores que no deben esperar salario; porque no hay mayor orgullo para nosotros que pensar que el propio Dios nos ha escogido para ser sus discípulos y sembradores de la semilla divina. Esa es, y debe ser, nuestra mayor recompensa: que el Señor confíe en nosotros y permita que junto a Él, ayudemos a llevar a cabo el misterio de la Redención. Porque hay que tener muy claro que sólo Dios nos salva, sin ningún mérito por nuestra parte; pero al igual que la fe, nos exige emprender el camino para ir a buscarla. No hay orgullo, decía san Ambrosio, en que el sol haga su oficio, o en que la luna obedezca sus ciclos. Pues bien, en nosotros tampoco debe haber ni un atisbo de engreimiento por servir bien a Dios. Ese es nuestro deber, para corresponder con amor al Amor de Nuestro Señor. Esa es nuestra obligación que debe carecer de pretensiones, exigencias, cálculos y medidas. Nos entregamos porque queremos querer a ese Dios que, por nosotros, derramó hasta la última gota de su sangre.