29 de octubre de 2013

¡Sólo necesitamos querer!



Evangelio según San Lucas 13,18-21.


Jesús dijo entonces: "¿A qué se parece el Reino de Dios? ¿Con qué podré compararlo?
Se parece a un grano de mostaza que un hombre sembró en su huerta; creció, se convirtió en un arbusto y los pájaros del cielo se cobijaron en sus ramas".
Dijo también: "¿Con qué podré comparar el Reino de Dios?
Se parece a un poco de levadura que una mujer mezcló con gran cantidad de harina, hasta que fermentó toda la masa".


COMENTARIO:

  En este Evangelio de Lucas, el Señor nos enseña a medir la fuerza del Reino de Dios, a través de dos parábolas. En ellas comprobamos que la pequeñez de sus comienzos nada tiene que ver con la realidad de su final, ese grano fecundo que se desplegará de modo admirable. Los más pequeños y los más débiles de los hombres, en su entorno social, eran aquellos doce Apóstoles que comenzaron, en un momento específico de la historia, su predicación a todos los hombres desde el pequeño país de Israel. Fue la fortaleza de la Gracia divina la que les acompañó y permitió que cada circunstancia que vivieran fuera la adecuada, aunque fuera dolorosa, para la propagación de la fe.

  La imagen de la levadura presenta gráficamente, una figuración más adecuada de cómo ha evolucionado en el tiempo, la transmisión del mensaje cristiano. No hay que olvidar que unos pocos kilos de levadura permiten hacer fermentar la harina, logrando que surja una cantidad desmesurada de pan. Aquí, el Señor nos quiere hacer ver, no sólo la capacidad de transformación que tiene el Reino por muy grande y poderosa que sea, sino el medio necesario para conseguirlo. Los primeros cristianos nos lo enseñaron, con su ejemplo y dedicación, siendo uno más de este mundo, sin ser mundanos. Siendo, como debemos ser nosotros, discípulos de Cristo dispuestos, costara lo que costara, a transmitir la fe por todos los rincones de la sociedad de la que formaban parte. Fe que los llevó a vivir con coherencia los principios evangélicos para poder llegar con el ejemplo, antes que con la Palabra, al corazón de sus hermanos.

  Aquellos primeros que recibieron su Bautismo en la Roma pagana, lo tenían bastante más difícil que tú y que yo; porque su conversión significaba no poder participar del rito de adoración al emperador, castigado con la pena de muerte. En cambio a nosotros, aquí y ahora, dar testimonio de nuestra esperanza sólo puede conllevarnos  risas y menosprecio, que debemos estar dispuestos a tolerar con alegría. Porque fue el ejemplo de aquellos mártires, que vivieron su fe hasta el final con el gozo de sufrir y morir por Cristo, la sangre que regó los frutos incontables de la propagación de la fe.

  Cada uno de nosotros forma parte del Reino de Dios; y sólo se nos pide que seamos fieles a nuestra vocación –a la llamada- que se nos hizo desde el mismo momento de la fecundación, cuando Dios nos impuso un alma. Somos hijos de Dios en Cristo, por el Bautismo, y como tales miembros de la familia divina dispuestos a convertir, como parte del Reino, este mundo para el Señor. Es evidente que con nuestras solas fuerzas no podremos; ni con esa voluntad herida que el pecado nos dejó. Pero sí que lo lograremos con la ayuda de la Gracia que Jesús ganó para nosotros con su sangre, en el sacrificio de la Cruz.

  Es esa Luz, que nos permite ver, y esa Fuerza que nos inunda, con la que conseguiremos vencer nuestra pobre debilidad; porque éstos son los medios necesarios para expandir la Palabra de Dios. ¡Sólo necesitamos querer! Querer tanto al Maestro, que no podemos soportar la visión de un mundo sin su presencia. Querer tanto a los hombres, que nos duela el alma verlos perdidos, como ovejas sin pastor. Querer tanto una sociedad justa, que luchemos desde dentro por cambiar los corazones de sus miembros; haciéndoles comprender que no es otra cosa, sino el Amor, el motor que logrará vencer el egoísmo, la violencia y las ansias de poder.