3 de octubre de 2013

¡Sigamos al Señor!

Evangelio  de San Lucas 10,1-12.

Después de esto, el Señor designó a otros setenta y dos, y los envió de dos en dos para que lo precedieran en todas las ciudades y sitios adonde él debía ir.
Y les dijo: "La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos. Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha.
¡Vayan! Yo los envío como a ovejas en medio de lobos.
No lleven dinero, ni alforja, ni calzado, y no se detengan a saludar a nadie por el camino.
Al entrar en una casa, digan primero: '¡Que descienda la paz sobre esta casa!'.
Y si hay allí alguien digno de recibirla, esa paz reposará sobre él; de lo contrario, volverá a ustedes.
Permanezcan en esa misma casa, comiendo y bebiendo de lo que haya, porque el que trabaja merece su salario. No vayan de casa en casa.
En las ciudades donde entren y sean recibidos, coman lo que les sirvan;
curen a sus enfermos y digan a la gente: 'El Reino de Dios está cerca de ustedes'.
Pero en todas las ciudades donde entren y no los reciban, salgan a las plazas y digan:
'¡Hasta el polvo de esta ciudad que se ha adherido a nuestros pies, lo sacudimos sobre ustedes! Sepan, sin embargo, que el Reino de Dios está cerca'.
Les aseguro que en aquel Día, Sodoma será tratada menos rigurosamente que esa ciudad.


COMENTARIO:

  Vemos, a través del Evangelio de Lucas, como el Señor envía ahora a éstos setenta  y dos discípulos con unas instrucciones semejantes a las que dio a los Apóstoles.  Es posible que el número setenta y dos sea simbólico, indicando aquellos descendientes de Noé que formaban las naciones, antes de que el Señor los dispersara, por su orgullo, en Babel. Sabemos que, muchas veces, los escritos del Nuevo Testamento tienen paralelismos con los del Antiguo, para que comprobemos como en Cristo, con sus palabras y sus acciones, se cumple la Escritura Santa. Sin lugar a dudas, lo que Lucas quiere señalarnos es la universalidad de la misión del Señor que llama a todo el mundo y, por ello, urge a sus discípulos para que transmitan su Palabra a todas las gentes y a todos los lugares. Esa es la acción misionera de la Iglesia, donde todos estamos incluidos. Por eso Jesús, desde que fuimos bautizados nos pregunta de forma personal atendiendo a nuestro corazón: ¿Y tú, estás dispuesto a ser mi testigo? Hemos de tener esa disponibilidad que mueve a los discípulos del Señor a priorizar sus necesidades. Porque nada hay más importante que cumplir la voluntad de Dios. Y es su voluntad que seamos altavoces del mensaje cristiano.

No debemos olvidar que el poder de la oración es inmenso y, por ello, rogad al Señor para que conceda al mundo muchas vocaciones sacerdotales. No porque su llamada sea mejor ni peor que la nuestra, sino porque su disponibilidad es total para realizar la tarea divina; porque sus manos, consagradas, son capaces de realizar el milagro de la Transubstanciación del pan en el Cuerpo de Cristo, cada día; porque son el medio, escogido por Dios, para hacernos llegar el perdón, tras haber confesado nuestros pecados y humillado nuestro corazón.

  Hemos de estar orgullosos de que un hijo decida entregar su vida al servicio divino, sea donde sea, de forma exclusiva; en vez de opinar, desde el egoísmo, que es para nosotros una pérdida a la que, en el fondo, no estamos dispuestos a renunciar. Recuerdo una frase que una vez oí y que con el tiempo pude comprobar que, salvo raras excepciones, era bastante acertada: “Dios escoge de cada casa, lo mejor para Sí mismo”. Pero si los padres no educamos a nuestros retoños en la piedad y el amor de Dios; si no les damos a conocer el verdadero sentido de su vida, es imposible que puedan decidir seguir un camino que desconocen. Hablamos de libertad de elección, cuando este principio descansa en la cultura. Difícilmente, si no saben nada de historia sagrada, podrán razonar la veracidad de unos hechos que, aunque no se los demos a conocer, existieron. En aras de la mal entendida libertad, les cortamos las alas de la verdadera libertad.

  El Señor nos habla de traer la paz a nuestros hermanos; porque sólo el conocimiento de la Providencia divina, que rige y gobierna el universo creado, debe darnos la tranquilidad interior tan necesaria para nuestro equilibrio emocional. Pero si a parte reconocemos que el sacrificio de Cristo es el ejemplo más grande del amor de Dios al hombre, el hombre comprende que nada debe temer, porque el Padre celestial que ha sido capaz de entregar a su Hijo por nosotros, no va a permitir que nada malo nos suceda; y así poder alcanzar la salvación. Acercar el Evangelio al mundo es liberar al mundo de sus miedos y sus limitaciones. Es abrir una puerta a la esperanza en este mundo oscuro al que el materialismo nos sumió. Somos portadores de alegría; y convencidos de ello, hemos de estar dispuestos a entregársela a los demás.