17 de octubre de 2013

¡Responsabilidad, hermanos!



Evangelio según San Lucas 11,42-46.


Pero ¡ay de ustedes, fariseos, que pagan el impuesto de la menta, de la ruda y de todas las legumbres, y descuidan la justicia y el amor de Dios! Hay que practicar esto, sin descuidar aquello.
¡Ay de ustedes, fariseos, porque les gusta ocupar el primer asiento en las sinagogas y ser saludados en las plazas!
¡Ay de ustedes, porque son como esos sepulcros que no se ven y sobre los cuales se camina sin saber!".
Un doctor de la Ley tomó entonces la palabra y dijo: "Maestro, cuando hablas así, nos insultas también a nosotros".
El le respondió: "¡Ay de ustedes también, porque imponen a los demás cargas insoportables, pero ustedes no las tocan ni siquiera con un dedo!


COMENTARIO:

  En este Evangelio de Lucas vemos una de las obligaciones principales que todo judío tenía, porque se encontraba en la Ley de Moisés, de pagar el diezmo –el diez por ciento de lo que recogía o ganaba- de sus cosechas, para contribuir al sostenimiento del culto en el Templo. Jesús cuando increpó a los fariseos, no lo hizo porque condenara esa práctica, sino porque la habían privado de su verdadero sentido.

  Contribuir con nuestro trabajo y con nuestras ganancias, a mantener la Iglesia con todo lo que ello significa: asistencia a menesterosos; hospitales; colegios; universidades; manutención de nuestros pastores; mantenimiento del Templo y la Liturgia; luz, calefacción, agua…miles de proyectos que desgraciadamente, como ya pasaba entonces, necesitan para ver la luz de nuestra aportación económica. La diferencia es que para los judíos, esa era una práctica obligatoria de la que ningún creyente podía escaquearse; mientras que para los cristianos, es un acto voluntario sujeto a nuestra generosidad. Tal vez ya va siendo hora de que cada uno de los bautizados comprenda que la Iglesia es un proyecto divino en medio del mundo y, como tal, requiere y está supeditado en su sostén diario a la responsabilidad de sus miembros.

  Pero Jesús va más allá y pide a todos aquellos que cumplen con las prescripciones de la Ley, que ésta sea el reflejo de una actitud interior que descansa en el amor, la justicia y la limosna. Aquí el Señor nos habla de esas apariencias que, en realidad, nada tienen que ver con el cultivo interno de las virtudes. El Maestro se horroriza de esos “sepulcros blanqueados” que en su interior encierran los gusanos del pecado; porque de nada sirve que los demás opinen bien sobre nosotros, si no tenemos en cuenta la opinión de Dios. Ésa es la única que tendrá peso, cuando nuestras obras sean sometidas a la balanza del juicio, al fin de nuestra vida.

  Es bien cierto que para las cosas de Dios, para el culto, hemos de tener una sensibilidad especial fruto de nuestra espiritualidad, donde tenemos presente la Majestad de Aquel al que nos dirigimos; pero si esa actitud no reside y descansa en el firme convencimiento de que debe ir acompañada de una entrega a los demás y de un servicio al prójimo por amor al Padre, sólo quedará convertida en un escandaloso teatro. Hemos de ser coherentes con nuestra fe y vivir de la misma manera que pensamos, que creemos; porque si no lo hacemos así, acabaremos pensando de la misma forma en la que nos hemos acostumbrado a vivir: en una constante mentira.

  Esa misma Ley señalaba que quien tocase una sepultura, quedaría impuro durante siete días; por eso todas ellas estaban bien referenciadas para que todos pudieran verlas y así evitar algún contratiempo. Pues Jesús, haciendo un paralelismo con los doctores de la Ley, los culpa de no iluminar – de no ser luz para el entendimiento- y permitir que los que les escuchan, tropiecen con facilidad porque no han sabido percibir donde estaba la Verdad divina. Les recuerda que todas las personas aprenden más de lo que ven que de lo que oyen; y que su obligación es ser ejemplo con su vida de lo que sus labios predican.

  Creo que, desde estas líneas, el Señor nos recuerda que tenemos para con nuestros hermanos, la misma obligación. Que lo que mancha a un niño mancha a un mayor, y que no podemos nadar y guardar la ropa. Que hemos de comprometernos con todo aquello que, aunque nos complique, es tarea nuestra mejorarlo. Jesús nos pide, nos exige, que seamos verdaderos cristianos desde el fondo de nuestro corazón; y que ejerzamos como tales, a través de nuestros actos.