10 de octubre de 2013

¡Pidamos sin miedo, al Señor!



Evangelio según San Lucas 11,1-4.


Un día, Jesús estaba orando en cierto lugar, y cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: "Señor, enséñanos a orar, así como Juan enseñó a sus discípulos".
El les dijo entonces: "Cuando oren, digan: Padre, santificado sea tu Nombre, que venga tu Reino;
danos cada día nuestro pan cotidiano;
perdona nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a aquellos que nos ofenden; y no nos dejes caer en la tentación".


COMENTARIO:

  Ante todo vemos en este Evangelio de Lucas como el Señor, cuando ora manteniendo una conversación con el Padre y le abre su corazón para requerir su fortaleza, lo hace apartado de su cotidianidad. Se aleja de los discípulos, de su familia, de su trabajo y busca el silencio y la intimidad que favorecen el encuentro con el Señor. También nosotros debemos buscar en nuestro día, esos momentos necesarios para poder mantener un diálogo amoroso con Aquel que espera, desde antes de todos los tiempos, a que queramos estar con Él.

  Es el único que conoce, de verdad, lo que se esconde en las profundidades de nuestro ser. Es el Maestro de nuestra oración, que se encarnó por nosotros y, hecho hombre, conoció nuestra realidad desde la realidad de su Humanidad Santísima. Nadie puede entender mejor nuestras flaquezas, nuestros miedos y esperanzas que el que las ha querido compartir voluntariamente. Por eso, es justamente el ejemplo de esa oración sentida y profunda lo que mueve a los discípulos, que se admiran ante su actitud, a pedirle al Señor que les enseñe a dirigirse a Dios; que les enseñe a orar. Es de ahí de donde surge, del profundo amor de Cristo, la oración del cristiano por antonomasia: el Padrenuestro.

  Ante todo, y esta es la revolución que marca la distinción entre el antes y el después de la venida del Mesías, Jesucristo nos enseña que Dios es, ante todo, nuestro Padre. Y que, por el Bautismo, somos hechos hijos de Dios, en el Hijo. Que soy objeto del amor incondicional de un Padre que ha enviado a su Verbo para rescatar a todos aquellos que, sin merecerlo, estábamos perdidos y no podíamos participar de los bienes eternos. Que ama a los enfermos, a los necesitados, a los parias, a los olvidados por el género humano, porque en su “corazón” todos tenemos cabida.

  Y ante este convencimiento, solicitamos al Señor que nos de el alimento de cada día. Ese que satisface nuestra hambre corporal, sin dejarnos caer en la opulencia que bien podría perdernos en la búsqueda de la única satisfacción de nuestros sentidos; y, desde luego, sin pasar por la miseria que nos priva de todo aquello que nos es necesario. Pero junto a esta súplica, pedimos a Dios el alimento imprescindible para saciar el hambre divina que padece nuestra alma, la Eucaristía. Porque sin recibir la fuerza diaria de la Gracia sacramental y hacernos uno con Cristo, nuestra vida espiritual desfallecería y seríamos condenados a la separación eterna de nuestro Dios; al peor de los infiernos.

  Para todo ello, y por todo ello, Jesús requiere que insistamos al Padre en que nos libre de caer en la tentación. No dice el Señor que no seremos tentados, porque esa es la prueba permanente en la que cada uno de nosotros ejercerá su libertad para elegir y hacer meritorios sus actos; y pudiendo escoger entre diferentes opciones, regresar al lado de Dios. Pedimos que en ningún momento nos falte el auxilio divino, necesario e imprescindible, para poder salir airosos de las pruebas que el diablo sembrará a nuestro paso por la tierra. Hemos de aprender a ser lo suficientemente “valientes” como para huir de la tentación y reconocer que, en nuestra pequeñez y fragilidad, somos capaces de todos los errores. No es de cobardes retirarse, cuando conocemos el escaso número de armas con las que contamos, y la debilidad de nuestra naturaleza. Pecar de orgullo puede salirnos muy caro, cuando somos incapaces de aceptar que sólo será posible responder afirmativamente a Dios, con la ayuda de Dios.