31 de octubre de 2013

¡Nadie quitó la vida al Señor!



Evangelio según San Lucas 13,31-35.


En ese momento se acercaron algunos fariseos que le dijeron: "Aléjate de aquí, porque Herodes quiere matarte".
El les respondió: "Vayan a decir a ese zorro: hoy y mañana expulso a los demonios y realizo curaciones, y al tercer día habré terminado.
Pero debo seguir mi camino hoy, mañana y pasado, porque no puede ser que un profeta muera fuera de Jerusalén.
¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos, como la gallina reúne bajo sus alas a los pollitos, y tú no quisiste!
Por eso, a ustedes la casa les quedará vacía. Les aseguro que ya no me verán más, hasta que llegue el día en que digan: ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!".


COMENTARIO:

  Vemos, en este Evangelio de Lucas, como el Señor tenía un trato asiduo con algunos fariseos; y por ese motivo, le avisaron de las malas intenciones que tenía Herodes Antipas hacia Él. Muchos de aquellos doctores de la Ley que sufrían los reproches del Maestro, habían sabido descubrir en sus palabras, no una crítica, ni una calumnia, sino una corrección para que variaran su actitud y se salvaran. Porque no hay que olvidar que el Hijo de Dios vino a la tierra a salvar a todos los hombres; otra cosa muy distinta es que, en nuestra libertad, decidamos aceptarla.

  Nunca hemos de pensar que los fariseos, por el hecho de serlo, estaban condenados por el Señor; y para ello puede servirnos de ejemplo Nicodemo, que pertenecía al Sanedrín y visitaba a Jesús amparado por la oscuridad de la noche, para buscar junto a Él, y no ser visto, la Verdad del mensaje cristiano. Mucho han cambiado las cosas para nosotros; y en este momento y lugar, que no en otros, seguir los pasos de Cristo de una forma clara, coherente y manifiesta no puede traernos tantos problemas como para tener que recurrir a la clandestinidad. Aunque para algunos parece que hacer la señal de la Cruz, distintiva del cristiano, es un acto vergonzoso y denigrante; que llevar un Rosario, desgranándolo en la mano, puede ser percibido como una afrenta por alguien ajeno a nosotros, y generar disgusto y repulsa, tildándonos de mantener una actitud fundamentalista. Y que manifestar, si nos lo preguntan, nuestra participación diaria a la Santa Misa, es un hábito adquirido reflejo de una educación religiosa, antigua y totalitaria. No; nosotros tenemos el derecho de actuar como lo que somos, cristianos coherentes dispuestos, con la fuerza de la fe, a cambiar este mundo para Dios. Y tenemos el deber de realizarlo con todos los medios posibles que tenemos a nuestro alcance: la oración, la Palabra, el ejemplo, los escritos, los medios de comunicación… Hemos de dar testimonio de Cristo, sin vergüenzas, en todos los estamentos sociales.

  Jesús nos recuerda, en este párrafo, una situación real que olvidamos casi todos con mucha facilidad: el momento escatológico del juicio final, donde el Señor volverá glorioso a juzgar a vivos y muertos. Es en ese momento, donde nos ha advertido en innumerables ocasiones que llamará y defenderá ante el Padre a todos aquellos que han sabido defenderlo ante los hombres. Mientras que sentirá vergüenza de aquellos que, por aprensiones humanas, han renunciado a Él. Hay que tener presentes esos instantes, que no sabemos cuándo serán, pero que sabemos que serán, para poder gritar con todos los hombres “¡Bendito el que viene en nombre del Señor!”.

  Impresionan estas palabras de Jesús, donde no sólo sabe que si sigue el camino hacia Jerusalén, morirá; sino que quiere hacerlo, porque acepta libremente su Pasión y Muerte por amor a los hombres y obediencia a Dios. Como nos transmitirá san Juan en su evangelio, el Señor manifiesta que nadie, absolutamente nadie, le quita la vida; sino que es el propio Cristo el que la da voluntariamente. Ante este acto de amor tan grande, e irrepetible en el tiempo y la historia, no puedo comprender como algunos de nosotros podemos pasar indiferentes ante el sufrimiento sustitutivo que el Maestro aceptó por nosotros. Sólo Él conocía todo lo que le iba a suceder: cada latigazo, cada salivazo, cada caída… Y todo lo consintió, uniendo su voluntad humana a la Gracia divina con la que el Padre le confortó. Ahora nos toca a ti y a mí, hacer de nuestras tribulaciones y nuestros sufrimientos, un camino de salvación. Hemos de asumir el dolor y ofrecérselo al Señor para compartir a su lado, con la fuerza del Espíritu, el sendero de la Redención.