13 de octubre de 2013

¡Limpiemos nuestro corazón!



Evangelio según San Lucas 17,11-19.


Mientras se dirigía a Jerusalén, Jesús pasaba a través de Samaría y Galilea.
Al entrar en un poblado, le salieron al encuentro diez leprosos, que se detuvieron a distancia
y empezaron a gritarle: "¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!".
Al verlos, Jesús les dijo: "Vayan a presentarse a los sacerdotes". Y en el camino quedaron purificados.
Uno de ellos, al comprobar que estaba curado, volvió atrás alabando a Dios en voz alta
y se arrojó a los pies de Jesús con el rostro en tierra, dándole gracias. Era un samaritano.
Jesús le dijo entonces: "¿Cómo, no quedaron purificados los diez? Los otros nueve, ¿dónde están?
¿Ninguno volvió a dar gracias a Dios, sino este extranjero?".
Y agregó: "Levántate y vete, tu fe te ha salvado".


COMENTARIO:

  Vemos en este Evangelio de Lucas, como diez leprosos le piden al Señor desde una distancia considerable, que les cure. Esa actitud, que puede parecernos en un principio extraña, se debe a que según la Ley de Moisés –en el Levítico- los enfermos de lepra debían vivir lejos de la gente para evitar el contagio, así como dar muestras visibles de su enfermedad:
“El enfermo de lepra llevará vestidos rasgados, el cabello desgreñado, cubierta la barba; y al pasar gritará: “¡impuro, impuro!” Durante el tiempo que esté enfermo de lepra es impuro. Habitará aislado fuera del campamento, pues es impuro” (Lv 13, 45-46)

  También hay otro dato en este texto, que puede llamar nuestra atención; y es que caminan juntos nueve judíos y un samaritano, cuando sabemos el odio mortal que se profesaban los habitantes de estas dos ciudades. Pero es que, aunque parezca mentira, el sufrimiento unió a aquellos leprosos por encima de los resentimientos de raza. Eso quiere decir que, muchas veces, el dolor saca lo mejor de nosotros mismos y nos hace humildes, olvidando las estúpidas diferencias que generalmente nos separan para encontrar lo que verdaderamente nos une: todos somos hijos de Dios e iguales a sus ojos; capaces de realizar cosas grandes y de caer en profundos errores. Por eso todos, sin excepción, debemos estar prestos a pedir y a otorgar el perdón que suplicamos a Dios, en el Padrenuestro.

  También esa distancia que guardaban los diez leprosos ante Dios, me recuerda lo que sucede en nuestra alma, cuando el pecado la he infectado y por ello la ha incapacitado para acercarse a la Sagrada Eucaristía. Es como si Jesús nos pidiera que antes de recibirle en nuestro corazón, nos aproximáramos como aquellos del Evangelio, al Sacramento de la Penitencia. Allí, a través del sacerdote que es medio para hacernos llegar la Gracia divina, nos limpiamos de las heridas infectadas que la soberbia dejó en nosotros  y nos hacemos dignos de regresar a su lado, caminando con nuestros hermanos, sean de donde sean,  para conseguir llegar a las puertas del Cielo.

  Todos aquellos que clamaban con fe a Cristo que les curara, una vez realizado el milagro olvidan volver sobre sus pasos para agradecerle al Señor el milagro recibido. Sorprende que sea el samaritano el único que comprende que debe su salud, su alegría y esa nueva oportunidad al Hijo de Dios. Y llama la atención porque, justamente, el que cumple con la Ley es aquel que no es hijo de las promesas de Israel.

  Como veréis, todo el texto es una invitación que nos hace Jesús para reconocer que todo lo bueno que tenemos nos llega de Dios, y como tal debemos responder a su Gracia. Porque el Señor sabe que cada uno de nosotros está presto a pedir, cuando la vida no nos sonríe; pero muy olvidadizos cuando recuperamos aquello que con tanta fe clamamos al Altísimo en nuestras oraciones. Muchos, incluso, son capaces de atribuirlo a la casualidad; porque reconocer la causalidad divina implicaría un compromiso que no quieren aceptar. Volver al lado de Jesús para darle las gracias significa decirle que estamos dispuestos a ser testigos de sus milagros, de sus dones, delante de nuestros hermanos. Aquí y allí, ahora y después; en el trabajo y en los momentos de ocio. Y eso, reconocerlo, nos da muchas veces un estúpido y falso pudor, encerrando en su interior la cobardía de no declararnos lo que en realidad somos: cristianos coherentes en medio del mundo.