31 de octubre de 2013

¡La voz de Dios!



Evangelio según San Lucas 13,22-30.


Jesús iba enseñando por las ciudades y pueblos, mientras se dirigía a Jerusalén.
Una persona le preguntó: "Señor, ¿es verdad que son pocos los que se salvan?". El respondió:
"Traten de entrar por la puerta estrecha, porque les aseguro que muchos querrán entrar y no lo conseguirán.
En cuanto el dueño de casa se levante y cierre la puerta, ustedes, desde afuera, se pondrán a golpear la puerta, diciendo: 'Señor, ábrenos'. Y él les responderá: 'No sé de dónde son ustedes'.
Entonces comenzarán a decir: 'Hemos comido y bebido contigo, y tú enseñaste en nuestras plazas'.
Pero él les dirá: 'No sé de dónde son ustedes; ¡apártense de mí todos los que hacen el mal!'.
Allí habrá llantos y rechinar de dientes, cuando vean a Abraham, a Isaac, a Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios, y ustedes sean arrojados afuera.
Y vendrán muchos de Oriente y de Occidente, del Norte y del Sur, a ocupar su lugar en el banquete del Reino de Dios.
Hay algunos que son los últimos y serán los primeros, y hay otros que son los primeros y serán los últimos".


COMENTARIO:

  Vemos, desde el principio de este Evangelio de Lucas, cómo el Señor aprovecha cualquier lugar, cualquier momento o circunstancia, para enseñar a los hombres la Verdad de su mensaje: Cristo nos muestra a Dios, tal cual es; sin ese velo que hasta entonces envolvía una Revelación parcial, que se ilumina con la propia encarnación del Verbo. Dios mismo habla de Dios mismo, y nos abre los ojos ante un Padre amoroso que espera, desde la creación, que el hombre en su libertad, regrese a su lado.

  A propósito de una pregunta que le hacen, Jesús expone su doctrina sobre la salvación; recordando a aquellos israelitas que le escuchan, que ésta no es un privilegio de raza, como todos los judíos creían, sino un combate espiritual donde, a pesar de que Dios quiere que todos los hombres se salven, los creyentes hemos de emplear todas nuestras fuerzas, descansando en la Gracia, para entregarnos a la voluntad divina que pasa, ineludiblemente, por el amor a nuestros hermanos.

  El Señor plantea sus palabras con una imagen gráfica como es “la puerta angosta” para advertirnos de que no la cruzará quien piense que puede hacerlo; sino aquellos que, de verdad, se lo hayan merecido. También nos alerta del peligro de crearnos falsas seguridades pensando que por pertenecer a un pueblo; por haber recibido el Bautismo; o haber escuchado su Palabra, será suficiente para alcanzar el Cielo. No; sólo los frutos que demos como correspondencia a la Gracia divina, que no nos ha de faltar, serán los valores perennes que hablarán por nosotros en el juicio final. Esas actitudes que son los pilares de nuestros actos, marcan la coherencia de una vida que descansa en Dios. No nos servirá de nada haber participado, sino no hemos interiorizado y hecho nuestra cada palabra de Jesús; manifestando con actos de bien aquellas directrices que el Señor nos hizo llegar, al fondo de nuestro corazón. Que no hay seguridades en el “estar”, “pertenecer” o “participar”, si no se busca a Dios con sinceridad y se cumplen, con obras, los designios de su voluntad.

  Recuerda el Maestro a Israel, que ellos no quieren reconocerle como el Mesías prometido, a pesar de que los hechos sobrenaturales han confirmado sus palabras; porque no cumple las expectativas que, erróneamente y por interés, se habían trazado como pueblo. Cada uno de nosotros no puede labrarse un Dios a su medida, porque como nos descubre Cristo, el Señor es como es y exige lo que exige. No puede ser que cuando su mensaje estorba nuestros deseos, hagamos oídos sordos y, al no escucharlo, argumentemos que no está. Es ese silencio de Dios, al que tantas veces nos hemos referido los hombres, que grita en cada rincón de la Escritura Santa; en cada puesta de sol y en cada amanecer; en cada sonrisa de un niño y, también, en el sufrimiento de aquel que comparte la cruz de Nuestro Señor. Grito que penetra en los corazones endurecidos por el pecado, que han quedado sordos en su conciencia a la voluntad divina; temerosos, en el fondo, de que su encuentro con Jesús les comprometa a un cambio de vida.

  Advierte el Señor que el Reino será para todos aquellos que sean fieles a la Redención, que la asuman, que la acepten, que la transmitan y hagan del querer divino, el centro de su existencia. Y este final, se enroca con el principio, donde el Maestro nos ha pedido, con su ejemplo, que cada uno sea fiel a su vocación y aproveche todos los lugares, momentos y circunstancias para acercar a sus hermanos la salvación de Jesucristo, es decir, la vida sacramental de la Iglesia. Hacer apostolado y hablar de Dios, no es sólo un derecho que tenemos, sino un deber que no podemos dejar de cumplir. Cierto es que cuando tratamos con una persona que lucha contra una enfermedad que puede ocasionarle la muerte, le recomendamos el mejor médico que conocemos e insistimos en que lo visite con prontitud; alegando que no tiene nada que perder. Pues bien, la única enfermedad que conlleva una muerte eterna, es el pecado mortal; y por ello es una obligación irrenunciable por nuestra parte, si de verdad amamos a aquellos que la sufren, el hablarles e insistirles en que se acerquen a los Sacramentos de curación que la Iglesia custodia y transmite. Jesús lo aprovechaba todo para acercarse a los hombres; aprovechemos también nosotros cualquier ocasión, para acercar los hombres a Cristo.