16 de octubre de 2013

¡La gente sencilla!



Evangelio según san Mateo 11,25-30:

En aquel tiempo, tomando Jesús la palabra, dijo: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños.
Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito.
Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.
«Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso.
Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas.
Porque mi yugo es suave y mi carga ligera.»





COMENTARIO:



  En este Evangelio de Mateo, el Señor se llena de gozo ante aquellos que le aceptan. Gente sencilla y humilde que no confían en su propia sabiduría. Es la soberbia, en realidad, la que nos priva de poder adquirir el conocimiento; porque todo aquel que cree que lo sabe todo y que está preñado de sí mismo, deja de buscar el camino de la perfección. Justamente, Cristo nos ha repetido muchas veces que sólo encontrará a Dios aquel que lo busque junto a Él; porque ni en toda una vida dedicada a descubrir el misterio divino, seríamos capaces de encontrar una brizna de la inmensidad gloriosa. Es el Espíritu Santo el que ilumina a los fieles y les permite abrir los ojos del corazón para, no por sus méritos sino por su actitud humilde, entrar en el verdadero conocimiento de Dios: Jesucristo. Es la gente sencilla la que se sorprende y acepta aquello que le trasciende; mientras que el orgullo se cierra a los hechos sobrenaturales que es incapaz, en su limitación humana, de poder explicar.



  Este pasaje que estamos meditando, se ha denominado en algunas ocasiones la joya de los evangelios sinópticos, porque recoge esta oración de Jesús, profundísima en su corto contenido, en la que llama Padre a Dios; y donde se presenta como el verdadero conocimiento divino, ya que todo lo ha recibido de Él, por estar en Él, para transmitirlo y revelarlo a los hombres. Cristo es la revelación total del Padre al mundo; y tras su venida no hay otra forma de entender, que de más luz sobre el Ser y el Actuar de Dios. Por eso, todos aquellos que buscan cauces complicados y perdidos, por el simple hecho del placer de la búsqueda, en realidad no esperan encontrarse con la Verdad, que está manifestada en el Evangelio, sino con la condescendencia propia que se satisface en el “yo” intelectual. Es esa recóndita parcela de nosotros mismos, donde la persona se siente superior a sus congéneres porque asciende por la ladera rocosa que corona la cima del “saber”; adquiriendo esa sabiduría que se nutre de la propia satisfacción personal. No; Dios no se encuentra en este mundo complicado donde sólo algunos tienen cabida, sino en la realidad  cotidiana de la historia humana. Allí la Palabra se hizo carne para podernos explicar, con la simplicidad que requieren todos los hombres, la esencia fundamental de Dios: el Amor.



  Por eso Jesús nos habla de un “yugo” ligero; porque para todo el que ama, seguir a su Señor –aunque cansado- le llena de satisfacción. El Maestro con sus palabras hace un paralelismo entre la Ley de Moisés, que con el tiempo se había sobrecargado de minuciosas prácticas insoportables, convirtiéndose en un pesado “yugo” que no daba paz al corazón de los hombres, y el mensaje que transmite el Señor a sus discípulos. Jesús limpia de “polvo y paja” la Ley para restaurarla y darle su verdadero sentido. La hace ligera, porque el amor pone alas a los pies cansados que no pueden continuar su marcha por el camino de la redención. Descubre la ilusión que mueve al enamorado para ir tras los pasos del que es motivo de su amor: Jesucristo.



  No cumplimos porque debemos; sino que debemos cumplir porque sabemos que eso satisface al Señor que es la causa última de nuestra felicidad. Y así, todo aquello que realicemos, o bien nos encontremos en nuestro caminar terreno, cobrará el verdadero sentido que se encierra en su interior: nuestra salvación. Por ello, cuando conocemos el porqué de las cosas, sobrellevarlas con alegría se nos hace mucho más placentero; ya que descubrimos que nuestra satisfacción no se encierra en el deseo conseguido, sino en unir nuestra voluntad a la voluntad de Dios.



  Jesús va más allá al definirse como un hombre manso y humilde de corazón. En el Antiguo Testamento se designaba con estos adjetivos a la persona paciente que desistía de la cólera y el enojo, porque ponía su confianza en Dios. Eso nos pide el Señor al requerir de nosotros que sigamos su ejemplo; porque sólo si descansamos en la Providencia, podremos aceptar sin violencias los distintos episodios que nos depare la vida. Sólo cambiaremos el mundo si somos capaces de responder a la confrontación con respeto y caridad. No todos nuestros hermanos han tenido la suerte de encontrarse, a lo largo de su existencia, con la presencia divina ¡Bastante pena tienen! Hemos de rezar por ellos y evitar, sin renunciar a la Verdad y a nuestros derechos, a responder con argumentos razonados y razonables que surgen de la temperancia y pueden servirles de ayuda. Y si no los quieren aceptar, seguir rezando con más intensidad, por ellos; agradeciendo que, muchas veces, sus escarnios son para nosotros motivo de demostrar y reafirmar nuestra fe. Todo lo que Dios permite, no lo olvidemos, es para alcanzar su Gloria y nuestra salvación.