18 de octubre de 2013

¡Imitemos al Maestro!



Evangelio según San Lucas 11,47-54.


¡Ay de ustedes, que construyen los sepulcros de los profetas, a quienes sus mismos padres han matado!
Así se convierten en testigos y aprueban los actos de sus padres: ellos los mataron y ustedes les construyen sepulcros.
Por eso la Sabiduría de Dios ha dicho: Yo les enviaré profetas y apóstoles: matarán y perseguirán a muchos de ellos.
Así se pedirá cuanta a esta generación de la sangre de todos los profetas, que ha sido derramada desde la creación del mundo:
desde la sangre de Abel hasta la sangre de Zacarías, que fue asesinado entre el altar y el santuario. Sí, les aseguro que a esta generación se le pedirá cuenta de todo esto.
¡Ay de ustedes, doctores de la Ley, porque se han apoderado de la llave de la ciencia! No han entrado ustedes, y a los que quieren entrar, se lo impiden".
Cuando Jesús salió de allí, los escribas y los fariseos comenzaron a acosarlo, exigiéndole respuesta sobre muchas cosas
y tendiéndole trampas para sorprenderlo en alguna afirmación.


COMENTARIO:

  En este Evangelio de Lucas vemos como Jesús dice lo que piensa sobre los fariseos, en la propia casa de un fariseo. No es que el Señor no sepa o no quiera guardar las normas de cortesía, sino que cuando observa que la actitud de algunos puede poner en peligro la fe y la salvación de otros, sus palabras son agudas, justas y veraces.

  El Maestro les recuerda y nos recuerda, que por este hecho, por transmitir la Palabra de Dios y llamar al orden al pueblo de Israel, la misma gente del pueblo mató a sus profetas. Y en un lenguaje que se asemeja al utilizado por aquellos enviados del Padre para transmitir su mensaje, Jesús rememora el pasado de sangre que va desde Abel, en el comienzo de la Biblia, hasta Zacarías, el profeta cuyo martirio se especifica en los últimos libros sagrados que han sido escogidos por los judíos.

  Al hacerlo de esta manera, el Maestro nos anuncia veladamente su propio destino; y si me apuráis, todos los sinsabores que cada uno de nosotros puede encontrar a lo largo de su vida si decide ser un fiel discípulo de Cristo, Nuestro Señor. Ya que, aunque a veces nos asuste, esa es la actitud de Jesús que debemos imitar; pero no sólo con nuestras palabras, sino también con nuestra manera de aceptar las injurias que los demás quieran proferir contra nosotros. Debemos defender nuestra fe, pero no defendernos a nosotros, ya que el Señor nos requiere mansos y humildes, descansando en el convencimiento de que, como a Pedro en su prisión, Dios nos liberará de nuestros sufrimientos cuando lo crea oportuno.

  Muchísimas veces Cristo nos ha recordado que no será menos el discípulo que el maestro; y que por ello no imaginemos que al intentar acercar la luz a los corazones oscurecidos por el pecado, éstos nos lo van a agradecer. Sucede en el interior de muchas personas, como ocurre con los ojos de los que han estado un largo periodo de tiempo, privados de la claridad; que cuando abres las ventanas de golpe y dejas entrar los rayos del sol, éstos hieren sus retinas y provocan un dolor intenso. Muchas veces esa claridad molesta en exceso, porque manifiesta y deja ver toda la porquería que, como el chapapote, se había adherido a nuestra conciencia. Ese es el caso de aquellos fariseos que parecían lo que no eran; que hablaban de lo que en realidad no entendían, y que la sola presencia del Maestro les hacía replantearse su condición de doctores de la Ley.

  Jesús quiere que comprendamos que si el mundo ha silenciado a todos aquellos que, fieles a su misión, han sido testigos de la Palabra divina; la propia Palabra divina hecha Carne, no sólo será silenciada con su muerte, sino vilipendiada y difamada para intentar acallarla para siempre. Lo que ocurre es que, a pesar de todo y de todos, el Verbo encarnado resucitará y será glorificado para que todos nosotros, que hemos sido llamados a transmitir la Redención efectuada por el Hijo de Dios, sepamos descansar en la identificación de la voluntad divina. Nuestros sinsabores, si es que los tenemos, serán el preámbulo del gozo que embargará a los que han decidido participar de la Iglesia de Cristo.