2 de octubre de 2013

¡Con Cristo no hay límites!

Evangelio Lucas 9, 57-62 


Mientras iban caminando, uno le dijo: «Te seguiré adondequiera que vayas.» Jesús le dijo: «Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza.» A otro dijo: «Sígueme.» Él respondió: «Déjame ir primero a enterrar a mi padre.» Le respondió: «Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el Reino de Dios.» También otro le dijo: «Te seguiré, Señor; pero déjame antes despedirme de los de mi casa.» Le dijo Jesús: «Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios.»


COMENTARIO: 


  En este Evangelio de Lucas, vemos como el Señor no nos engaña sino que nos avisa, cuando decidimos seguirle por estos caminos de la tierra. Y nos anuncia de que, inexorablemente, nos encontraremos con muchas dificultades y, sobre todo, con la cruz. 

  Sus apóstoles lo dejaron todo para estar a su lado, para ser la Iglesia primitiva; pero esta persona que se dirige al Señor con la intención de seguirle, debe conocer que va a tener que desprenderse voluntariamente de todo aquello a lo que le tiene apego y que representa, para él, un lastre que le dificulta emprender el vuelo. Tener intención de ser un fiel discípulo de Cristo, es indispensable; pero si la voluntad no dibuja un permanente “querer”, por el que cada día de nuestra vida decidimos que sea Jesús lo más importante para nosotros, perderemos sin dudarlo, el camino de nuestra entrega. Porque esto no es una rareza, sino el recorrido que hemos de hacer, para que todo esté en su justa medida. El Señor es la vara de medir, donde cada cosa y cada persona que nos perfecciona y nos acerca a Él, vale la pena; en cambio, todo aquello que nos aleja de su amor,
no merece que perdamos nuestro tiempo, que es de Dios. Cristo nos exige la radicalidad del que escoge por Amor.  

  Nuestros primeros padres decidieron alejarse de Dios, tentados por el diablo, escogiéndose a sí mismos. Ahora, cada uno de nosotros, si queremos regresar con el Señor, hemos de volver a elegirlo, por encima de todo. Con esa misma decisión que tomó Jesús, cuando partió hacia Jerusalén a encontrarse, por nosotros, con el dolor de la crucifixión, hemos de actuar en las encrucijadas de nuestra vida. Nos encontraremos muchos caminos, pero sólo uno angosto que conduce  a Dios. Y es este, a pesar de las dificultades, el que hemos de elegir. 

  El Señor nos advierte que no hemos de volver la vista atrás y tal vez sea ésta, por la experiencia que tengo, una de las peores tentaciones que Satanás esgrime contra aquellos que han entregado su vida al Señor. La soledad, la renuncia a la familia, el trabajo, las relaciones personales, el compartir físicamente los malos momentos… todo esto son vivencias de las que se han desprendido los que han entregado toda su vida, su tiempo y su ser, a la propagación del Evangelio a través de una vocación religiosa o sacerdotal. Así como todos los laicos que han decidido ofrecerse, renunciando a sí mismos, para propagar de una forma determinada, el Reino de Cristo. Pues a todos ellos, con el tiempo, la tentación diabólica surgirá enfrentándolos a lo que han dejado escapar, magnificándolo; y, aumentando los problemas de lo que han decidido seguir. Es en esos momentos cuando debemos recordar este evangelio y, refugiándonos en la oración, evocar que Jesús no nos habla de encontrar el favor y el aplauso de los hombres, sino de ser sus testigos en la dificultad para seguir el camino que nos lleva a “Jerusalén”. Pero ese trayecto se hace con Él; y es entonces cuando todo cambia. Cuando el Señor se carga sobre sus espaldas esa cruz tan pesada, que nos hace tambalear. Cuando pasa sus brazos sobre nuestros hombros y nos sujeta. Cuando su fuerza, la Gracia, inunda nuestro corazón. Es entonces cuando comprendemos que con Cristo no hay límites, por difíciles que sean, que no podamos alcanzar.