28 de octubre de 2013

¿Cómo debe ser mi oración?



Evangelio según San Lucas 18,9-14.


Y refiriéndose a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, dijo también esta parábola:
"Dos hombres subieron al Templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano.
El fariseo, de pie, oraba así: 'Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano.
Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas'.
En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: '¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!'.
Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado".


COMENTARIO:

  Este Evangelio de Lucas es un clamor, por parte de Jesús, de cómo debe ser nuestra oración. Porque la forma de orar, de hablar con Dios, de situarnos delante de su presencia en la intimidad de nuestra conciencia, no sólo debe ser perseverante, constante, necesaria e inquebrantable, sino y sobre todo, humilde. Ya el Antiguo Testamento reconocía en los Salmos que para dirigirnos al Señor es imprescindible mostrarnos en toda nuestra realidad. La presencia divina, y perdonar la deficiencia del ejemplo, es como estas radiografías que ponen al descubierto la interioridad de nuestro cuerpo; pero, en el caso de Dios, lo que revela es nuestra espiritualidad. Por eso dirigirnos al Padre sin reconocer lo que somos, creyéndonos lo que no somos, es ofrecerle una mentira. Y nada hay más horrible para Dios que la falsedad, de la que el diablo es príncipe.

  Nos recuerda el Salmo 130, que nuestra forma de orar debe ir precedida por la petición de perdón y la expiación de nuestros pecados:
“Desde lo más profundo, Te invoco, Señor.
Señor, escucha mi clamor;
Estén atentos tus oídos a la voz de mi súplica.
Si llevas cuentas de las culpas, Señor,
Señor mío ¿Quién podrá quedar en pie?
Pero en Ti está el perdón
Y así mantenemos tu temor.” (Sal. 130,1-4)

  Sabemos que el Señor descubre totalmente la profundidad de nuestro corazón donde todos, y digo todos, tenemos que luchar para vencer el orgullo que anida en cada rincón de nuestro “yo”. Pedir simplemente lo que queremos, sin reconocer que sólo Dios conoce lo que nos conviene, ya es, en sí mismo, un acto de soberbia que requiere nuestra atención. La humildad es una disposición necesaria donde nos consideramos mendigos ante Dios y le pedimos recibir gratuitamente, no por merecimientos propios sino por su amorosísima voluntad, los dones de la oración.

  Cristo, con esta parábola, ejemplifica dos modos de rezar que son totalmente opuestos. Hace hincapié, primero, en la actitud del fariseo que por ser miembro de la comunidad oficial que dominaba el culto de Israel, estaba satisfecho consigo mismo. Oraba derecho, para que todos le vieran y se jactaba ante Dios de lo bueno que era y de lo bien que actuaba, porque tristemente, había perdido la capacidad de examinarse y de observar su verdadera naturaleza, debilitada por la herida causada por el pecado original. Él no se veía a sí  mismo falta alguna y no sentía ninguna necesidad de arrepentirse. Esa es una tentación diabólica con la que todos debemos luchar cada día de nuestra vida; y una de las armas necesarias para poder alcanzar la victoria es, sin duda, el hacer un buen examen de conciencia. Ese balance que realizamos en cualquier negocio terrenal, para valorar si tenemos más ganancias que pérdidas y así solventar con tiempo, los errores que nos pueden llevar a una quiebra total.

  El fariseo sigue enunciando todas las obligaciones religiosas que cumple, más allá de lo prescrito. Ayuna dos veces por semana, cuando los rabinos establecían una sola vez; y pagaba el diezmo de todo, cuando sólo se obligaba a pagarlo de algunos productos. Es decir, que cumplía la Ley a rajatabla sin saber en realidad porqué la cumplía, ya que nunca le había encontrado su verdadero sentido: el amor a Dios que se manifiesta en la entrega y el respeto al prójimo. San Josemaría decía que no hay nada más triste que relegar nuestro trato con Dios a un cumplo-y-miento. Porque no es el estar o participar en las cosas divinas lo que hace que tengan valor ante Dios, sino la actitud interna y profunda que nos mueve a realizarlas.

  En el polo opuesto estaba el publicano, recaudador de los tributos para Roma, que reconoce su indignidad y por ello se arrepiente sinceramente al considerarse un pecador que sólo descansa en la misericordia divina. No porque no luche para mejorar, sino porque tiene la seguridad de que sólo recurriendo a la fuerza del Espíritu, la Gracia, será capaz de conseguir la santidad a la que todo hijo de Dios aspira. Su oración es auténtica y nos descubre las verdaderas disposiciones que hay que tener para poder alcanzar el perdón divino: la humildad, la contrición, el amor y la entrega a la voluntad del Padre. Por eso el publicano baja del templo redimido, porque ha rezado ante El Señor con una oración contrita en la que ha elevado su alma, recibiendo la justificación en virtud del amor divino.