23 de octubre de 2013

¡Busquemos, para encontrar!



Evangelio según San Lucas 12,35-38.


Estén preparados, ceñidos y con las lámparas encendidas.
Sean como los hombres que esperan el regreso de su señor, que fue a una boda, para abrirle apenas llegue y llame a la puerta.
¡Felices los servidores a quienes el señor encuentra velando a su llegada! Les aseguro que él mismo recogerá su túnica, los hará sentar a la mesa y se pondrá a servirlo.
¡Felices ellos, si el señor llega a medianoche o antes del alba y los encuentra así!


COMENTARIO:

  En este Evangelio de Lucas, el Señor nos exhorta a estar vigilantes ante su venida. Esta circunstancia aparecerá con frecuencia en la predicación del Maestro y, posteriormente, en la de sus Apóstoles; y lo hará porque Jesús nos conoce y conoce, a su vez, que el enemigo siempre anda al acecho, embotando nuestros sentidos. Sabe con qué facilidad los hombres nos olvidamos de que somos perecederos y actuamos como si nuestra vida, aquí en la tierra, no tuviera fecha de caducidad.

  Somos capaces de satisfacer nuestro propio egoísmo, olvidando la realidad para la que fuimos creados. Descuidamos el amor de Dios y nos forjamos un dios a nuestra medida, que a nada nos compromete. Pero, a pesar de ello, y por más que lo intentemos, la verdad no cambia su contenido. Aunque el mundo luche por relativizarlo todo y hacernos creer que la opinión camina paralela al absoluto, lo cierto es que ninguno de nosotros discutiría, o permitiría que se discutiera, que nuestros hijos son nuestros. Ninguno cedería ni un ápice de su razón ante un argumento cuya base es la mentira escudada en una apreciación personal de lo que es veraz.

  La verdad existe, y hemos de luchar por vivir en ella; de ahí que Jesús nos repita constantemente que nuestro sí, debe ser sí; y nuestro no, debe ser, no. Hay que vivir en la coherencia de la fe; en ese manifestar con nuestros actos lo que cree firmemente nuestro corazón. Y esa certeza que descansa en la confianza del que me la transmite, Dios mismo, nos lleva a esperar que, al final de nuestros días, Cristo venga como Juez amoroso a calibrar si nuestros actos son merecedores de premio o castigo. Creo que ninguno de nosotros llega a darse cuenta de esta realidad; realidad que, justamente, puede suceder cinco minutos después de que hayas leído este Evangelio o cinco minutos antes de que nos levantemos para continuar con nuestras tareas habituales. La muerte es una consecuencia de la vida, fruto del pecado, que ha sido vencida por el sacrificio redentor de Jesucristo. Pero no pararé de recordaros que esa salvación, lograda para todos, requiere de cada uno el libre esfuerzo de ir a buscarla. De recorrer ese camino que separa la indiferencia, del amor a  Dios.

  Aunque pensemos que siempre habrá tiempo de comprobar qué hay de cierto en el contenido de este Evangelio, universal y atemporal; la verdad es que en cualquier momento, el Personaje vivo del Nuevo Testamento puede venir a pedirnos cuentas de la desidia que pusimos en encontrar el verdadero Motor de nuestra vida. Nos preguntará porqué nuestro hermano necesitado no fue nuestra primera preocupación; porqué hicimos oídos sordos a todas las llamadas que, enamorado, nos hizo llegar al fondo nuestro corazón.

  Tenemos obligación de buscar para encontrar; y cuando hallemos, mantenernos vigilantes a través del espíritu de oración y del fortalecimiento de la fe, que nos transmite la vida sacramental. Esa es la atención que nos pide el Señor, alimentar el fuego de la hoguera que Cristo prendió en nosotros, mediante actos de amor constantes: oraciones, jaculatorias, comuniones, lecturas espirituales, confesiones…una vida de piedad que no cambia ni un ápice la rutina diaria. Debemos tener la actitud propia de aquel que espera vigilante la llegada de su amado; entre otras cosas porque sabemos que en ese encuentro, se va a decidir nuestro futuro.