8 de septiembre de 2013

¡Nuestro Tesoro!



Evangelio según San Lucas 6,1-5.


Un sábado, en que Jesús atravesaba unos sembrados, sus discípulos arrancaban espigas y, frotándolas entre las manos, las comían.
Algunos fariseos les dijeron: "¿Por qué ustedes hacen lo que no está permitido en sábado?".
Jesús les respondió: "¿Ni siquiera han leído lo que hizo David cuando él y sus compañeros tuvieron hambre,
cómo entró en la Casa de Dios y, tomando los panes de la ofrenda, que sólo pueden comer los sacerdotes, comió él y dio de comer a sus compañeros?".
Después les dijo: "El hijo del hombre es dueño del sábado".


COMENTARIO:

  Este Evangelio de Lucas hace hincapié en la misma enseñanza que observamos en el de ayer, donde Jesús aprovecha la controversia del sábado para manifestar su autoridad y su poder divinos, enseñando el verdadero sentido del descanso sabático.

  Ante todo, el Señor se dirige a nosotros desde este episodio recordándonos que la religión no es un compendio de normas que si las cumples, te salvas; sino el encuentro con Cristo en su Iglesia, a través de los Sacramentos, donde el amor divino se derrama en el corazón humano. Que ser cristiano es haber hallado al Señor en nuestro caminar terreno y, por ello, no estar dispuestos a seguir caminando solos. Es reconocer que somos discípulos del único Maestro, porque Él es en Sí mismo, la propia Sabiduría.

  Estar al lado de Jesús significa transmitir sus palabras y sus hechos, que salvan. Y hacerlo, no porque deseamos ser muy precisos para que los demás adquieran conocimientos, sino porque los amamos con la profundidad del que desea compartir lo mejor que tiene: su fe, que es el tesoro inagotable, causa de nuestra felicidad. Ese es el secreto del que comparte su vida con Dios: el amor. No perderá ocasión de recordárnoslo san Pablo, cuando nos advierte del peligro que entraña cumplir los mandatos divinos, sin haber hallado su sentido. Sin haberlos regado con la virtud imprescindible de la caridad, que debe ser el distintivo de todo buen cristiano. Y cuando uno comprende que no puede unirse al Amor, sin amar, entiende que ante la prescripción de guardar el sábado sin hacer nada, está la necesidad de alimentar a aquellos que pasan hambre.

  Para algunos doctores, todo lo que no  encajaba en el cumplimiento de la Ley, a la que habían vaciado de su verdadero espíritu, debía ser destruido, a pesar de que lo destruido fuera la propia persona. Es por ello que no aceptaron que Jesús les explicara que los preceptos deben ceder a la ley natural, porque esa ley nunca puede estar por encima de las necesidades de la subsistencia. Porque el valor de la persona humana es tan alto, que el propio Dios, para salvarla, se hará hombre y morirá por ella.

  Esos fariseos que increpaban al Hijo de Dios estaban tan ciegos y tan ofuscados en mantener las prescripciones con las que habían gravado la Ley, que eso les impedía observar los prodigios y las acciones sobrenaturales que acompañaban las palabras del Maestro, para testimoniar y manifestar que se hallaban ante la presencia del Mesías prometido por el Antiguo Testamento. Que justamente cumplían, añadían y sofocaban la letra de la Escritura, sin darse cuenta de que la Revelación divina se había hecho carne ante sus ojos. Que sólo los humildes, capaces de abrir su espíritu al Espíritu, hacían posible recibir la Luz del conocimiento y abrir las puertas de su corazón a un Salvador que modificaba sus esquemas.

  Ese era el verdadero problema de aquellos maestros judíos: la soberbia que les impedía aceptar el error que habían cometido en la interpretación de la Ley, que con tanto fervor defendían. No; reconocer todo esto hubiera sido, sin lugar a dudas, replantearse su propia fe y su propia existencia. Hubiera sido terminar con unos privilegios a los que no estaban dispuestos a renunciar; reconociendo que, con el paso del tiempo, habían elaborado un Dios a su propia medida y conveniencia. La cerrazón del espíritu ante lo que les superaba e incomodaba, les impidió abrir su corazón a la Verdad de Dios. Meditemos nosotros en la intimidad de nuestra conciencia, si apartamos al Señor de nuestra vida porque nuestra vida, en realidad, prefiere seguir un legalismo farisaico que a nada compromete y, en cambio, nos da seguridad. No debemos olvidar que Dios nos pide, en nuestro cumplimiento, la entrega de nuestra voluntad a la suya.