13 de septiembre de 2013

¡Preparados para servir!



Evangelio según San Lucas 6,37-42.


No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados; perdonen y serán perdonados.
Den, y se les dará. Les volcarán sobre el regazo una buena medida, apretada, sacudida y desbordante. Porque la medida con que ustedes midan también se usará para ustedes".
Les hizo también esta comparación: "¿Puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en un pozo?
El discípulo no es superior al maestro; cuando el discípulo llegue a ser perfecto, será como su maestro.
¿Por qué miras la paja que hay en el ojo de tu hermano y no ves la viga que está en el tuyo?
¿Cómo puedes decir a tu hermano: 'Hermano, deja que te saque la paja de tu ojo', tú, que no ves la viga que tienes en el tuyo? ¡Hipócrita!, saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la paja del ojo de tu hermano.


COMENTARIO:

  San Lucas, en su Evangelio, nos transmite unas palabras del Señor que Éste dirigió a los fariseos que guiaban, en aquel momento, al pueblo de Israel. Al daño que cometían enseñando una doctrina adulterada que mantenía a las personas en el total desconocimiento del verdadero amor de Dios. Pero desde este episodio, como siempre, se ha dirigido a todos nosotros para recordarnos que, como Iglesia que somos, tenemos obligación de ser sus testigos.

  Parece que hemos olvidado que Dios nos ha creado porque nos ha llamado a ser sus discípulos; y ser discípulo es ser seguidor de Cristo, cumplir sus mandamientos, vivir en, por y para Él. Que uno de sus mandatos ha sido que nos hagamos  propagadores del Evangelio y testigos de su mensaje. Pero difícilmente podremos conseguirlo, si lo desconocemos, o simplemente nos quedamos en la superficie sin profundizar en el verdadero sentido de sus palabras.

  El Señor, a través del Bautismo, nos ha hecho sucesores de aquellos primeros cristianos que tuvieron que dar cuentas al mundo de la verdad de su fe. Fe que encierra una historia demostrada y demostrable, con nombres y apellidos, que tenemos la obligación de conocer. Cierto es que creemos porque Dios se ha revelado y confiamos en su Palabra; pero esa fe está repleta de razones que manifiestan el orden divino y la realidad que ilumina las tinieblas de nuestra incredulidad. Hemos de abrir los ojos del corazón, igual que hemos de tener abiertos los ojos del Espíritu, porque hemos de ser conscientes de que el sol siempre está, aunque por nuestra ceguera, no podamos verlo. Y esa ceguera es el fruto del pecado y las malas acciones, que han oscurecido la luz de nuestra mirada.

  Debemos acercar a Dios, a nuestros hermanos, con el ejemplo de la coherencia de nuestro vivir diario. Han de ver que, a pesar de nuestras debilidades, aquello que proclamamos con los labios intentamos llevarlo a cabo con nuestros actos. Y que, para ello, es indispensable para nosotros prepararnos con todos los medios posibles que nuestra Madre, la Iglesia, ha puesto a nuestra disposición. Ante esa realidad, que es la evangelización del mundo, el Señor nos advierte que sólo podremos llevarla a cabo si somos capaces de vivir en la luz profunda del Espíritu, que ilumina nuestro entendimiento y nuestro corazón. Si nos unimos a Cristo en una profunda vida sacramental, donde sacaremos las fuerzas que hicieron posible que aquellos que nos precedieron en el camino de la fe, convirtieran –a pesar de sus muchas limitaciones- el mundo  pagano de aquel momento.

  Sigue  el Señor recordando a los doctores de la Ley, que al haber privado a la Revelación de su verdadero sentido, se han convertido en unos intolerantes con los demás, faltando al principal distintivo de los que caminan al lado de Dios: la caridad. Su orgullo, como el nuestro, les impedía verse en la total desnudez de su pobre persona. Y ese sigue siendo, a pesar del tiempo transcurrido, uno de los defectos más propios que padece el ser humano; porque el polvo de nuestras miserias empaña la visión de nuestra íntima realidad. Por eso, somos capaces de menospreciar al prójimo sin comprender que, seguramente, si las circunstancias de nuestra vida hubieran sido distintas y no hubiéramos gozado del don de la fe y la fuerza de la Gracia, hubiéramos podido ser muchísimo peores y más pecadores que aquellos a los que nos atrevemos a juzgar.

  Nadie, sólo Dios, sabe que es lo que ha marcado el corazón de nuestros hermanos. Por eso, sólo Dios, que conoce el interior de las personas, es el único que tiene la potestad de juzgarlas; porque es el único que conoce su verdadera intención. Nosotros, tú y yo, sólo estamos para amarlas, comprenderlas, ayudarlas;  descubriéndoles, si quieren, el camino para recuperar la dignidad propia de un hijo de Dios. Acercándoles al encuentro con el Padre, que les devolverá la felicidad perdida, a la que tienen derecho; muchas veces, más derecho que nosotros mismos.