13 de septiembre de 2013

¡El distintivo del cristiano!



Evangelio según San Lucas 6,27-38.


Pero yo les digo a ustedes que me escuchan: Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian.
Bendigan a los que los maldicen, rueguen por los que los difaman.
Al que te pegue en una mejilla, preséntale también la otra; al que te quite el manto, no le niegues la túnica.
Dale a todo el que te pida, y al que tome lo tuyo no se lo reclames.
Hagan por los demás lo que quieren que los hombres hagan por ustedes.
Si aman a aquellos que los aman, ¿qué mérito tienen? Porque hasta los pecadores aman a aquellos que los aman.
Si hacen el bien a aquellos que se lo hacen a ustedes, ¿qué mérito tienen? Eso lo hacen también los pecadores.
Y si prestan a aquellos de quienes esperan recibir, ¿qué mérito tienen? También los pecadores prestan a los pecadores, para recibir de ellos lo mismo.
Amen a sus enemigos, hagan el bien y presten sin esperar nada en cambio. Entonces la recompensa de ustedes será grande y serán hijos del Altísimo, porque él es bueno con los desagradecidos y los malos.
Sean misericordiosos, como el Padre de ustedes es misericordioso.
No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados; perdonen y serán perdonados.
Den, y se les dará. Les volcarán sobre el regazo una buena medida, apretada, sacudida y desbordante. Porque la medida con que ustedes midan también se usará para ustedes".


COMENTARIO:

  Esas palabras que san Lucas nos transmite en su Evangelio, bien podrían considerarse como el núcleo de la doctrina de Jesús. Porque son, precisamente, esos sentimientos y esas actitudes que nacen de la misericordia, las que deben distinguir sin duda a los cristianos. Es ese amor que se manifiesta en el perdón, la característica que nos hace espejos que reflejan el modo en que el Señor se comportó en la tierra, confirmando sus palabras con los hechos que culminaron con la entrega de su vida por todos nosotros, pecadores, en la cruz. Es ese sentimiento que nos hace incapaces de soportar la injusticia, que mantiene a nuestros hermanos en la penuria, la incultura y la opresión. Es esa lucha interior que nos llama a terminar, en nuestras posibilidades, con el sufrimiento humano. Personalizado muchas veces, en aquellos que llaman a nuestra puerta buscando ayuda;  ya sea económica, laboral o espiritual.

  Creo que es nuestro desconocimiento sobre el pecado lo que no nos permite apreciar el profundo sentido del acto divino generoso que hizo Dios con nosotros al entregarnos a su Hijo para ser sacrificado en nuestro lugar. Lo hizo por nosotros, que habíamos abandonado su lado renunciando a su amor y, por orgullo nos habíamos erigido en dueños y señores de nosotros mismos. Por ti y por mí, que hemos desatendido sus consejos y convertido este mundo en un lugar de luchas y fracasos. Por cada uno que, sin merecerlo, hemos sido objeto de su inmenso amor; de ese amor verdadero que todo lo olvida porque, de verdad, todo lo perdona, cuando abrimos en la Penitencia los brazos al Señor.

  En los primeros versículos Jesús enumera las injurias que, seguramente sufriremos, y como debemos responder a ellas. Cierto es que nuestra naturaleza caída requerirá de un esfuerzo sobreañadido para no contestar al que nos ofende con el instinto propio de un animal herido, que se revuelve para morir matando. Y sabe también, en su humanidad, que deberemos luchar contra el orgullo que nos devolverá una imagen errónea de nosotros mismos; escondiendo nuestros defectos y potenciando nuestras virtudes. Por ello el Maestro nos repite que ser sus discípulos es seguir sus pasos; caminar a su lado y, aprendiendo de Él, hacernos con Él, Iglesia en nuestro ser y nuestro actuar. Es vivir los Sacramentos para recibir la Gracia santificante, sin la que seremos incapaces de conseguir nuestra finalidad.

  Sólo se nos conocerá como tales, si de verdad en nuestra vida cotidiana somos capaces de amar lo suficiente como para no tener en consideración el daño que quieran hacernos. Si llegamos a poder pedir al Padre por el alma de aquellos que intentan despreciarnos y desprestigiarnos; llegando a comprender que esa actitud sólo puede ser causada por el odio y la envidia de una vida sin Dios que carece de sentido. Y ante eso, sólo se puede sentir pena y rogar para que la Luz del Espíritu ilumine sus corazones y puedan ser capaces de entender que la felicidad se consigue cuando se puede amar a los demás, por encima de las particularidades de cada uno; alegrándonos de sus conquistas y padeciendo con sus fracasos.

  Pero es que el Señor va más allá al invitarnos a ser generosos, porque hay un premio en la otra vida donde es condición ineludible, para alcanzarlo, saber perdonar para ser perdonados. Ser indulgentes con los errores ajenos, que todos tenemos, para que Dios ejerza su indulgencia con nosotros. Porque no podemos recibir aquello que somos incapaces de repartir: el amor, el perdón, la entrega y la felicidad.