10 de septiembre de 2013

¡Orar, siempre orar!



Evangelio según San Lucas 6,12-19.


En esos días, Jesús se retiró a una montaña para orar, y pasó toda la noche en oración con Dios.
Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos y eligió a doce de ellos, a los que dio el nombre de Apóstoles:
Simón, a quien puso el sobrenombre de Pedro, Andrés, su hermano, Santiago, Juan, Felipe, Bartolomé,
Mateo, Tomás, Santiago, hijo de Alfeo, Simón, llamado el Zelote,
Judas, hijo de Santiago, y Judas Iscariote, que fue el traidor.
Al bajar con ellos se detuvo en una llanura. Estaban allí muchos de sus discípulos y una gran muchedumbre que había llegado de toda la Judea, de Jerusalén y de la región costera de Tiro y Sidón,
para escucharlo y hacerse curar de sus enfermedades. Los que estaban atormentados por espíritus impuros quedaban curados;
y toda la gente quería tocarlo, porque salía de él una fuerza que sanaba a todos.


COMENTARIO:

  Como hemos visto en otras ocasiones, san Lucas recoge en las primeras líneas de este evangelio la conducta de Jesús ante los próximos acontecimientos, que serán de vital importancia para su vida y su misión: recogerse en oración para poder conocer y unirse a la voluntad del Padre. Porque es de esta relación íntima, donde el hombre escucha el susurro de Dios en el fondo de su alma, de donde surgen las fuerzas y las luces para poder “ver” con claridad el camino que el Señor quiere que recorramos a su lado.

  La humanidad santísima de Jesús nos enseña, con su ejemplo, que si no recurrimos a la oración diaria para explicarle al Padre nuestras inquietudes, alegrías, sufrimientos y proyectos, estamos perdidos. Porque sólo Él, que nos conoce hasta el fondo del alma y sabe de lo que somos capaces, nos acogerá con dulzura y comprensión; marcando las directrices apropiadas que más convengan a las circunstancias vividas, añadiendo esa nota de confianza que permite reconocer que con Dios todo es posible.

  No podemos olvidar que, tal vez, en nuestro interior lo que escuchemos no sea de nuestro agrado, porque muchas veces consultamos al Señor con las decisiones previamente tomadas. Evidentemente, el hombre es muy libre de cerrar sus oídos a la palabra divina y tal vez por eso, ni tan siquiera queremos pararnos a escuchar, por si lo que oímos no nos conviene y encima nos compromete. Pero esa actitud que para algunos puede ser cómoda, en realidad es la pérdida más grande que puede sufrir el ser humano. Es como si por no querer hacer el esfuerzo de buscar, renunciáramos a un tesoro que sabemos seguro que tiene que estar. Y la oración, el tarto habitual con Dios, de Tú a tú, es la riqueza más grande de la que puede gozar un hijo de Dios.

  Jesús, después, instituyó el grupo de los Doce Apóstoles, que han sido los pilares de la Iglesia, como continuidad de la obra del Señor. La misión divina no tiene fecha de caducidad, por eso Cristo se la confió a aquellos hombres que eligió para que transmitieran su Evangelio a todos los lugares de la tierra. Y, posteriormente, ellos hicieron lo mismo con sus sucesores. El Maestro escogió, con nombres y apellidos, a las personas que, jerárquicamente, iban a estructurar la Iglesia Universal. Y los escogió porque los había creado para esa finalidad desde el principio de los tiempos; aunque ahora, sin embargo, les exigía que libremente decidieran si querían ser sus Apóstoles. Que escogieran si, de verdad, estarían dispuestos a renunciar a sus propios intereses para ser propagadores de la Verdad divina. Y como bien nos mostrará la historia, a pesar de esto, uno de ellos le traicionó. También a nosotros el Señor nos creó para que estuviéramos a su lado y, como a aquellos primeros, nos llamó para que formáramos parte de su Iglesia. De nosotros depende, sin embargo, que terminemos nuestros días como fieles propagadores de la fe, o como el Iscariote, vendamos a Jesús por unos bienes caducos.

  Sigue mostrándonos Lucas como el Señor, a través de las multitudes que le seguían, certificaba sus palabras con los hechos que confirmaban el amor que les prodigaba. Curaba sin preguntar quienes eran, ni que vida habían llevado; si sus problemas eran encontrados o bien habían sido el resultado de una vida disipada de vicio y pecado. Para Él, sólo el hecho de ser era motivo suficiente para curarlos. Sólo el ansia de aquellos hombres, que se acercaban con fe a su lado, era causa para obrar los milagros que, con voz suplicante, le requerían. Dice el pasaje evangélico que Jesús buscó un lugar llano para acercarse a ellos; no los evitó, sino que les facilitó el encuentro. Así hace el Señor cada día de nuestra vida con cada uno de nosotros: en ese pensamiento que surge, de forma espontánea, y nos invade el corazón; en esa frase que escuchamos, y nos hace pensar; en ese hecho que no esperábamos y que nos parece casual, cuando en realidad es providencial. En cada esquina de nuestra vida, en cada rincón de nuestra alma y en cada luz de nuestra razón; ahí, está esperándonos Dios.