6 de septiembre de 2013

¡Busquemos a Cristo!



Evangelio según San Lucas 5,1-11.


En una oportunidad, la multitud se amontonaba alrededor de Jesús para escuchar la Palabra de Dios, y él estaba de pie a la orilla del lago de Genesaret.
Desde allí vio dos barcas junto a la orilla del lago; los pescadores habían bajado y estaban limpiando las redes.
Jesús subió a una de las barcas, que era de Simón, y le pidió que se apartara un poco de la orilla; después se sentó, y enseñaba a la multitud desde la barca.
Cuando terminó de hablar, dijo a Simón: "Navega mar adentro, y echen las redes".
Simón le respondió: "Maestro, hemos trabajado la noche entera y no hemos sacado nada, pero si tú lo dices, echaré las redes".
Así lo hicieron, y sacaron tal cantidad de peces, que las redes estaban a punto de romperse.
Entonces hicieron señas a los compañeros de la otra barca para que fueran a ayudarlos. Ellos acudieron, y llenaron tanto las dos barcas, que casi se hundían.
Al ver esto, Simón Pedro se echó a los pies de Jesús y le dijo: "Aléjate de mí, Señor, porque soy un pecador".
El temor se había apoderado de él y de los que lo acompañaban, por la cantidad de peces que habían recogido;
y lo mismo les pasaba a Santiago y a Juan, hijos de Zebedeo, compañeros de Simón. Pero Jesús dijo a Simón: "No temas, de ahora en adelante serás pescador de hombres".
Ellos atracaron las barcas a la orilla y, abandonándolo todo, lo siguieron.


COMENTARIO:

  Este Evangelio de Lucas nos tiene que servir para meditar cada palabra, cada frase; porque su contenido es de una profundidad inimaginable. Comienza el pasaje con la imagen de una multitud que estaba apretujando al Señor. No sólo habían ido a buscarlo; no sólo habían caminado hasta el lago de Genesaret para oír sus palabras, sino que habían sentido la necesidad de aproximarse y gozar de su cercanía, de su contacto. Esa debe ser la actitud de aquellos que, sabiendo donde se encuentra Cristo, en la especie sacramental, no podemos pasar sin compartir unos momentos de nuestro día, a su lado. Recibiéndolo, sintiéndolo formar parte de nuestro ser y siendo, en nuestra medida, otros Cristos con Él. Hemos de oírlo, de palparlo, de buscarlo con ahínco en todas las celebraciones eucarísticas que la Iglesia, como Madre, pone a nuestra disposición. No es cuestión de cumplir con los mínimos, sino de amar con los máximos e intentar participar de la Misa diaria, donde nos espera el Hijo de Dios.

  Sigue el Evangelio contándonos que Jesús vio dos barcas vacías y subió a una de ellas. Bien hubiera podido pedirle Simón que bajara, porque era suya y tenía que trabajar; debía salir a pescar. Pero el apóstol, rendido al amor del Maestro, se la cedió para que predicara desde allí su mensaje. El Señor no sacó a Pedro de su sitio, sino que le pidió que continuara con su tarea, que pescara, pero ahora con la diferencia de que su labor tenía un sentido añadido, el sobrenatural. Es a partir de su entrega generosa, cuando ese trabajo ofrecido a Dios se convertirá en camino de apostolado y santificación.

  Simón entregó lo suyo, lo que tenía, y ante la obediencia a la palabra del Maestro, sus frutos se multiplicaron. Ese texto me recuerda a una frase que oí una vez en mi vida y que he podido comprobar, a lo largo de ella, que encierra una gran verdad: “A Dios no le gana nadie en generosidad”. El apóstol, ante las palabras de Jesús, tiene un acto de fe y confía en el Señor, a pesar de que la razón y el sentido común le desaconsejan continuar con la tarea requerida. Y esa actitud consigue que el beneficio de su trabajo sobrepase los límites de lo natural. Así es Dios con nosotros; un enamorado dispuesto a entregarlo todo, hasta a Sí mismo, ante una manifestación personal de nuestro amor. El Señor requiere nuestro sí desinteresado para obrar el milagro que, de verdad, sabe que nos interesa. El problema es que, como Pedro, somos capaces de acostumbrarnos a los pequeños milagros de cada día, habituándonos a lo magnífico para ir tras lo mediocre, fallando a la fidelidad del Maestro.

  El encuentro con Cristo que tiene Simón, le hace comprender que la misión que se le ha encomendado debe ser la prioridad de su vida. También a ti y a mí, ese día en que el Señor se cruzó en nuestro camino para recordarnos que somos cristianos, infundió en nuestra alma la luz del Espíritu que nos descubrió el horizonte al que nos tenemos que dirigir. Cierto que todo lo que hagamos, si sólo contamos con nuestras propias fuerzas, será inútil; desfalleceremos, nos fatigaremos y nos embargará un sentimiento de desidia y frustración. Pero si contamos con Cristo, si navegamos con Él en la barca de nuestros proyectos e ilusiones apostólicas, los frutos que conseguiremos serán desproporcionados, porque la Gracia nos dará la fuerza para mirar el futuro con la certeza de la fe que inunda un corazón enamorado.

  Y el Señor termina con unas palabras que dirige a Pedro y que han sido un lema en la historia de todos aquellos que, conscientes de su dignidad, se han sabido elegidos en su humildad para una misión divina, determinada y especial: Zacarías, la Virgen, los Apóstoles… Es ese: “No temas”; esa palabra de Dios que infunde la confianza necesaria para, abandonándonos en Él, surcar todos los mares posibles para poder alcanzar todas las orillas.