2 de octubre de 2013

¡Nada hay peor, que no tener a Dios!



Evangelio según San Lucas 9,51-56.


Cuando estaba por cumplirse el tiempo de su elevación al cielo, Jesús se encaminó decididamente hacia Jerusalén
y envió mensajeros delante de él. Ellos partieron y entraron en un pueblo de Samaría para prepararle alojamiento.
Pero no lo recibieron porque se dirigía a Jerusalén.
Cuando sus discípulos Santiago y Juan vieron esto, le dijeron: "Señor, ¿quieres que mandemos caer fuego del cielo para consumirlos?".
Pero él se dio vuelta y los reprendió.
Y se fueron a otro pueblo.


COMENTARIO:

  Lucas remarca, en su Evangelio, la actitud que tiene Jesús al encaminarse decididamente hacia Jerusalén. Conoce perfectamente, que ese trayecto finalizará, inexorablemente, en la cruz; pero lo emprende con valor, porque asume la voluntad del Padre y la hace suya.

  Nos habla el texto del “tiempo de su elevación al cielo”, refiriéndose a esos momentos en los que Jesús, abandonando este mundo, subirá al Cielo; porque, en el fondo, el evangelista nos describe esa subida literal, que el Señor emprende hacia Jerusalén, como el comienzo de esa ascensión donde se va a manifestar la salvación. Es como si nos quisiera recordar a todos, que el sufrimiento cristiano llevado con amor, alegría y conformación, siempre termina en la Gloria. Cristo, que es nuestro ejemplo y el espejo donde siempre nos hemos de mirar, con este gesto nos advierte a cada uno, que nuestra vida debe ser la identificación de nuestro querer, con el querer de Nuestro Padre. A veces costará y será muy dificultoso, pero la ayuda de la Gracia para poderlo conseguir, no nos ha de faltar, jamás.

  El texto también nos habla de la actitud de los samaritanos, que no quisieron acoger a Jesús, porque era judío. Hay que recordar la enemistad terrible de estos dos pueblos, proveniente de la mezcla que sufrieron los antiguos hebreos con los gentiles que repoblaron la región de Samaría, en la época del cautiverio asirio a finales del siglo VIII a.C.. Posteriormente, las desavenencias se hicieron más intensas con la restauración de Jerusalén, tras el destierro de Babilonia. Por eso y otros motivos, los samaritanos no reconocieron el Templo de Jerusalén como el único lugar donde se podían ofrecer sacrificios a Dios y construyeron el suyo en el Monte Garizim. Es decir, que aquellos hombres despreciaron al Señor, no por ser Él, sino por el hecho de pertenecer a un pueblo determinado.

  Creo que en estos momentos que vivimos, donde el orgullo nacionalista está a flor de piel en muchos lugares de la tierra, como ocurría en aquellos momentos, el amor debe ser –todavía más- la forma de entender, comprender y disculpar a nuestros hermanos; de aquí y de allí; de cerca y de lejos. Porque ante Dios no hay diferencias de color, raza o territorio. El mundo es suyo, Él lo creó y todos nosotros –por igual- somos de Dios. Las diferencias, sin ninguna duda, son las que hacemos surgir los hombres por interés, dinero, orgullo y poder. Que ninguno de nosotros deje de admitir a su prójimo, porque justamente ese prójimo es Jesús que nos pide paso para entrar en nuestro corazón.

  También llama la atención como el Señor envía a sus mensajeros delante de Él; sus discípulos, para que le preparen el lugar donde quiere alojarse. Muchas veces, cuando el Maestro nos manda evangelizar un lugar, o entablar una conversación con unas personas para expandir el mensaje divino, o simplemente,  dar testimonio de la Escritura Santa, lo que nos está pidiendo es que le preparemos esas almas para que, ante su próxima llegada, estén más a punto para decidir si quieren dejarle entrar a descansar allí. A mí me sigue maravillando que el Todopoderoso, el Rey de Reyes, siga esperando nuestro sí; que recurra a nuestra voluntad para tomar con amor aquello que en realidad es suyo: nuestra persona. Y para que Él permanezca con nosotros, nunca debe anidar un sentimiento de venganza. Por eso les recuerda a los suyos que, pase lo que pase, y les traten como les traten, lo peor que puede sucederles es no haber querido acoger al Amor de los amores. No hace falta reparar el orgullo con sangre, porque no hay peor dolor, que el haber perdido a Dios.