23 de septiembre de 2013

¡Lo que de verdad importa!



Evangelio según San Lucas 16,1-13.




Decía también a los discípulos: "Había un hombre rico que tenía un administrador, al cual acusaron de malgastar sus bienes.
Lo llamó y le dijo: '¿Qué es lo que me han contado de ti? Dame cuenta de tu administración, porque ya no ocuparás más ese puesto'.
El administrador pensó entonces: '¿Qué voy a hacer ahora que mi señor me quita el cargo? ¿Cavar? No tengo fuerzas. ¿Pedir limosna? Me da vergüenza.
¡Ya sé lo que voy a hacer para que, al dejar el puesto, haya quienes me reciban en su casa!'.
Llamó uno por uno a los deudores de su señor y preguntó al primero: '¿Cuánto debes a mi señor?'.
'Veinte barriles de aceite', le respondió. El administrador le dijo: 'Toma tu recibo, siéntate en seguida, y anota diez'.
Después preguntó a otro: 'Y tú, ¿cuánto debes?'. 'Cuatrocientos quintales de trigo', le respondió. El administrador le dijo: 'Toma tu recibo y anota trescientos'.
Y el señor alabó a este administrador deshonesto, por haber obrado tan hábilmente. Porque los hijos de este mundo son más astutos en su trato con los demás que los hijos de la luz.
Pero yo les digo: Gánense amigos con el dinero de la injusticia, para que el día en que este les falte, ellos los reciban en las moradas eternas.
El que es fiel en lo poco, también es fiel en lo mucho, y el que es deshonesto en lo poco, también es deshonesto en lo mucho.
Si ustedes no son fieles en el uso del dinero injusto, ¿quién les confiará el verdadero bien?
Y si no son fieles con lo ajeno, ¿quién les confiará lo que les pertenece a ustedes?
Ningún servidor puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se interesará por el primero y menospreciará al segundo. No se puede servir a Dios y al Dinero".



COMENTARIO:



  La parábola del administrador infiel, que nos transmite san Lucas, puede desconcertarnos un poco si no profundizamos en las palabras del Señor. Jesús nos describe una actitud inmoral que para nada debe ser interpretada como un ejemplo de conducta. Pero quiere enseñarnos a todos sus discípulos, que debemos servirnos de la sagacidad y el ingenio para poder expandir el Reino de Dios.



  Hemos de saber acomodar nuestro mensaje, sin variar ni una coma de la verdad en la que se sustenta, a todas las personas, lugares, y circunstancias que nos vamos encontrando a lo largo de nuestra vida. Jesús hablaba del campo y las cosechas a los jornaleros que trabajaban la tierra; hablaba de redes y barcas a los pescadores que bogaban en la mar; y todo ello lo hacía como una alegoría que en cada elemento o personaje significado, tenía una enseñanza que resaltar.



  El Maestro se acomodó a la cultura y al medio de aquellos a los que trataba en cada momento. No hablaba igual a sus vecinos de Nazaret, que a su amigo Lázaro o a Nicodemo, aquel fariseo instruido que se escapaba por la noche para platicar con el Señor. A cada uno le daba lo que necesitaba: al que estaba triste, le daba consuelo; al que le buscaba para conocer, le daba razones; y a todos ellos, les daba amor.



  Todos nosotros, cuando tenemos un negocio aquí en la tierra, lo cuidamos para que nos dé los mayores beneficios. Buscamos el marketing adecuado, para saber vender mejor nuestros productos; elegimos aquellas personas que tienen un mayor poder de persuasión, para convencer al público de que adquiera esos artículos que le ofrecemos. Pues bien, no hay mayor ni mejor negocio en esta vida, que el de nuestra salvación. Jesús no nos pide, ¡nos exige! que nos esforcemos más que nada y que nunca, para transmitir al mundo la verdad de la Redención. Si pusiéramos la mitad del afán con que los hombres emplazamos nuestros asuntos terrenos, no habrían obstáculos que no pudiéramos vencer, en la propagación de la fe.





  Pero, a la vez, con este párrafo evangélico, el Señor nos advierte de la realidad con que nos vamos a encontrar. Cómo aquellos que desean perdernos, esgrimirán argumentos que pueden llegar a parecernos lógicos y plausibles; comenzando a ceder en cosas pequeñas para terminar vendiendo nuestra dignidad de cristianos, por un puñado de dinero o una brizna de poder. No hay que olvidar que en todos los momentos de nuestra vida, en lo grande y en lo pequeño, en la riqueza y en la pobreza, en el placer o en la tribulación, siempre hemos de mirar hacia Dios. Él es el faro que debe guiar al barco de nuestra existencia hacia el puerto seguro de nuestro encuentro con Él. No importan las olas, ni los cantos de sirenas, ni la costa que divisamos a lo lejos; sólo la Luz debe ser nuestro camino para llegar a encontrar lo que verdaderamente nos conviene: la seguridad de aquello que no caduca; que no se come la polilla, que no se devalúa, porque no cotiza en Bolsa… La unidad con Cristo Jesús, a través de su Iglesia, para siempre.