7 de septiembre de 2013

¡Libros proféticos!




LIBROS PROFÉTICOS.

   Los libros proféticos del canon bíblico son dieciséis: los 4 llamados mayores (Isaías, Jeremías, Ezequiel y Daniel) y los 12 menores (Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahum, Habacuc, Sofonías, Ageo, Zacarías y Malaquías) .La distinción entre mayores y menores obedece únicamente a razones de extensión, ya que mientras cada uno de los mayores estaba escrito en un rollo de pergamino, todos los menores estaban recogidos en otro: el Rollo de los Doce Profetas.

   En el canon cristiano, a diferencia del judío, se atiende a la historia de la salvación y por ello los profetas posteriores, que se consideran predominantemente orientados a un futuro esperanzador, que se cumple en Jesucristo, ocupan los últimos puestos del canon; incluyéndose entre ellos el libro de Daniel que tiene horizontes escatológicos. Tanto la tradición judía como la cristiana han tenido una especial estima de estos libros, ya que el profetismo es un componente específico del legado religioso del antiguo Israel; por el cual se escuchaba la palabra de Dios dirigida a su pueblo, mediante los oráculos de los profetas. Y justamente porque lo que vamos a observar son las palabras inspiradas por Dios a los profetas, creo que es conveniente dar unos ligeros conocimientos de lo que era el  profetismo en el antiguo Israel.

   La palabra profeta viene del griego “pro-phetes” que significa hablar en nombre de alguien, especialmente de una divinidad; nada que ver, como veréis, con el adivino o agorero vaticinador que en griego se llama “mantis”.El término hebreo correspondiente a profeta es “nabi” y se encuentra dentro del lenguaje religioso al que estaba muy unido; de ahí que en la Biblia, el término profeta y sus derivados  -profecía, profetizar, etc.-  abarquen un campo de amplio significado pero con un denominador común de ser portavoces de Dios, de hablar en su nombre. Y eso no está sólo relacionado con las personas, sino también con aquellos textos inspirados que anunciaban al Mesías  -como nos recuerda el Nuevo Testamento que considera profético a todo el Antiguo-.

   Las formas de recibir el mensaje divino son múltiples: unas extraordinarias  -como visiones, sueños, éxtasis, etc.-  y otras ordinarias  -como la propia experiencia del profeta, su perspicacia para percibir detalles, etc.-. Santo Tomás de Aquino distingue en la profecía cuatro tipos, según el modo de recibir los datos: por vía intelectual, por vía imaginativa, por visión infusa o por visión natural; deduciendo que el don de la profecía no es permanente, ya que una persona puede ser elegida para pronunciar un oráculo determinado y no volver a hablar en nombre de Dios.

   Si recordamos, el profetismo como institución propia de Israel nace en los albores de la monarquía, al calor de los Templos, donde los israelitas acudían a solucionar sus problemas y a consultar qué quería el Señor de ellos. Samuel, que ejerció esa función en el Templo de Siló, es considerado el profeta más antiguo, ensalzándolo la tradición posterior como intercesor, transmisor de la palabra de Dios, promotor de las instituciones de Israel y como el primer mensajero de los tiempos mesiánicos. Él es profeta porque interpreta el querer de Dios para el pueblo entero, o para una persona elegida por el Señor para desempeñar un cometido importante: Samuel fue el que ungió a Saúl y David, indicando como había de ser la monarquía; y tras él, el profeta de Israel tendrá la función pública de transmitir la voluntad de Dios en momentos decisivos.

   Hubieron unos profetas del Templo, y otros que ejercieron en algún momento la profecía, como Gad y Natán, que vivieron en la corte y fueron profetas del rey David. Otros, como Ajías de Siló; Jehú y Miqueas, hijo de Yimlá, fueron profetas cortesanos en el Reino del Norte, donde ese profetismo se dio con más frecuencia. Siempre hubieron profetas que ejercieron su ministerio de forma estable en los Templos de Jericó, Guilgal o Betel; y merecen mención particular los profetas llamados carismáticos, que no estaban relacionados con la corte ni con el Templo, y que tuvieron actuaciones de gran importancia para la vida del pueblo de Israel, como fueron Elías y Eliseo que desempeñaron su ministerio profético en el siglo IX a. C. e influyeron poderosamente en la política de su época y en la purificación de la religión de Israel.

   De todos estos profetas se nos han transmitido algunos oráculos y bastantes intervenciones, pero no se les han atribuido textos escritos. A partir de la caída de Samaría (722 a. C.) apenas hubieron profetas no escritores, o si los hubo, no tuvieron influencia notable. En cambio, nos encontramos con “profetas escritores” cuya característica propia ha sido que sus visiones, oráculos, acciones y todo aquello que constituía, como heraldos de Dios, su actividad profética ha sido puesto por escrito; pasando a formar parte del canon bíblico. Muchos de estos personajes ejercieron su función como los profetas mencionados más arriba, otros quizá nunca predicaron y hasta es posible que algunos, como Malaquías, sólo sea un pseudónimo del libro que lleva su nombre. En todo caso, los libros proféticos  -lo mismo que el resto de la Sagrada Escritura-  tienen su autoridad porque están escritos por inspiración del Espíritu Santo, teniendo a Dios como autor, y como tales han sido confiados a la Iglesia; pudiendo tratarse indistintamente de profetas o libros proféticos. Por orden cronológico son los siguientes: Amós, Oseas, Isaías y Miqueas en el siglo VIII a. C.; Nahum, Sofonías, Habacuc y Jeremías en los siglos VII-VI a. C.; Ezequiel en el VI a. C. De la época persa son Ageo, Zacarías y Malaquías; y de una época tardía difícil de determinar: Joel, Abdías y Jonás. El libro de Daniel fue escrito, probablemente, poco antes del 165 a. C.

   En el Nuevo Testamento, Jesús es el máximo y definitivo enviado de Dios y Palabra eterna del Padre y por ello la Iglesia, como san Lucas, le confiesa el Gran Profeta que proclamó el Reino del Padre, cumpliendo su misión profética hasta la plena manifestación de su gloria. También, en el libro sagrado, reaparece la seguridad de que en la época mesiánica volverá a aparecer la profecía y por ello aplicaron el título de profeta a personajes como Ana  -profetisa del Templo-  o Juan el Bautista  -que tuvo un papel destacado en anunciar que los tiempos mesiánicos habían llegado ya-  .

       San Pablo, alaba el don de la profecía que se manifestaba en las asambleas litúrgicas, señalando que era bueno aspirar a él porque edificaba a toda la comunidad cristiana. No obstante, también se inquirió a los dirigentes de las comunidades para que estuvieran atentos contra los falsos profetas que podían introducir doctrinas erróneas con la excusa de ser portavoces de Dios. El don de la profecía no se ha apagado en la Iglesia, ya que todo bautizado, como todo el pueblo santo, difunde su testimonio por la vida de fe y esperanza, ofreciendo a Dios el sacrificio de alabanza y el fruto de los labios que bendice su nombre.