15 de septiembre de 2013

¡La señal, nuestra Cruz!



Evangelio según San Juan 3,13-17.


Nadie ha subido al cielo, sino el que descendió del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo.
De la misma manera que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto,
para que todos los que creen en él tengan Vida eterna.
Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna.
Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.


COMENTARIO:

  En este Evangelio de Juan, Jesús anticipa a los que le escuchan, que será exaltado en la cruz; y, desde allí, será salvación para todos aquellos que le miren con fe, así como perdición para los que no crean en Él.

  Para que sus oyentes comprendieran el sentido y la profundidad de sus palabras, el Maestro hizo una similitud con un hecho que para los israelitas, era parte de su historia; comparando su futura crucifixión con el episodio de la serpiente de bronce que alzó Moisés en un mástil para curar a quienes, durante el éxodo, fueron mordidos por serpientes venenosas como castigo a sus pecados:
“El Señor les envió serpientes venenosas que mordieron al pueblo, y murió mucha gente de Israel. Entonces el pueblo vino a Moisés y le dijo:
-Hemos pecado porque hemos hablado contra el Señor y contra ti. Ruega al Señor que aparte de nosotros las serpientes-
Y Moisés oró por el pueblo. El Señor dijo a Moisés:
-Haz una serpiente venenosa y ponla sobre un mástil, y todo el que haya sido mordido y la mire, vivirá-
Moisés hizo una serpiente de bronce y la puso sobre un mástil, y si alguien había sido mordido por una serpiente, miraba fijamente la serpiente de bronce y vivía.” (Nm. 21, 6-9)

  Jesús no ha podido elegir un ejemplo más claro para que lleguemos a comprender que todos aquellos sucesos bíblicos, que fueron imagen de la salvación prometida y definitiva, se van a cumplir en su propia Persona. Que esa cruz, que era escarnio y vergüenza para todos, será el distintivo del amor sin medida de Dios por los hombres. Que entregará a su Hijo para que, clavado al madero en su humanidad santísima, nos redima de nuestros pecados, asumiéndolos. Y que resucitará de forma gloriosa, habiendo pagado la deuda adquirida por nosotros.

  Pero participar de ese inmenso regalo requiere el deseo y la intención de aceptarlo, volviendo nuestros ojos y nuestra voluntad a la cruz de Cristo, haciéndonos cristianos. Es por ello que decimos que el distintivo de los bautizados, es la santa Cruz. Y ahora, en el silencio de la distancia que nos separa, yo os pregunto ¿Cuántos de vosotros lleváis, mostráis y presumís, en un sitio visible, de esa Cruz que nos identifica cómo seguidores del Maestro? Llevamos banderas o distintivos en lugares destacados, para que todos comprendan sin preguntarnos siquiera, cual es nuestro sentimiento y nuestra forma de opinar; reivindicando con ello nuestro derecho a vivir como pensamos. Pues bien, si con una cosa opinable y temporal somos capaces de hacerlo ¿porqué no tenemos el mismo valor de mostrar al mundo cuál es el verdadero sentido de nuestras vidas? Hace siglos que la cruz dejó de ser un símbolo de humillación, para pasar a ser, con Cristo, la bandera de la victoria del Hijo de Dios sobre la tierra. Prenderla de nuestro cuello, debe ser la manifestación externa del sentimiento profundo que embarga nuestro corazón; porque es la evocación del amor redentor e incondicional de todo un Dios al género humano.

  Las palabras finales de que “tanto amó Dios al mundo, que le entregó su Hijo Unigénito”, nos introduce en el centro mismo de la salvación. No hay otra explicación posible que el amor gratuito y generoso, sin que lo merezcamos, de ese Dios que nos ha creado para que participemos con Él de la Gloria. De ese Padre que, para liberar a sus hijos del mal, es capaz de hacerse hombre y pagar la deuda del sacrificio por nosotros. Que se encarna para explicarnos, y que no queden dudas, la verdad divina y el camino de la redención.

  Por eso, la entrega de Cristo constituye la llamada más apremiante a corresponder a su locura de amor. ¿Cómo? Siendo uno con Él, en la Eucaristía; humillándonos en la Penitencia, por nuestras traiciones; acercándolo, con nuestro apostolado, a nuestros hermanos; dándonos a los demás, no porque se lo merezcan, sino por amor a su Nombre. Siendo, en una palabra, cristianos valientes y coherentes que dan testimonio a todo el mundo, de la fe que profesan.