2 de septiembre de 2013

¡La importancia de la Liturgia!



Evangelio según San Lucas 4,16-30.
 

Jesús fue a Nazaret, donde se había criado; el sábado entró como de costumbre en la sinagoga y se levantó para hacer la lectura.
Le presentaron el libro del profeta Isaías y, abriéndolo, encontró el pasaje donde estaba escrito:
El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción. El me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos
y proclamar un año de gracia del Señor.
Jesús cerró el Libro, lo devolvió al ayudante y se sentó. Todos en la sinagoga tenían los ojos fijos en él.
Entonces comenzó a decirles: "Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír".
Todos daban testimonio a favor de él y estaban llenos de admiración por las palabras de gracia que salían de su boca. Y decían: "¿No es este el hijo de José?".
Pero él les respondió: "Sin duda ustedes me citarán el refrán: 'Médico, cúrate a ti mismo'. Realiza también aquí, en tu patria, todo lo que hemos oído que sucedió en Cafarnaún".
Después agregó: "Les aseguro que ningún profeta es bien recibido en su tierra.
Yo les aseguro que había muchas viudas en Israel en el tiempo de Elías, cuando durante tres años y seis meses no hubo lluvia del cielo y el hambre azotó a todo el país.
Sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una viuda de Sarepta, en el país de Sidón.
También había muchos leprosos en Israel, en el tiempo del profeta Eliseo, pero ninguno de ellos fue curado, sino Naamán, el sirio".
Al oír estas palabras, todos los que estaban en la sinagoga se enfurecieron
y, levantándose, lo empujaron fuera de la ciudad, hasta un lugar escarpado de la colina sobre la que se levantaba la ciudad, con intención de despeñarlo.
Pero Jesús, pasando en medio de ellos, continuó su camino.


COMENTARIO:

  Este episodio que nos narra san Lucas, recoge como Jesús, a pesar de ser el Hijo de Dios, cumple con el culto sinagogal de su tiempo. Bien hubiera podido decir el Señor que Él, que hablaba directamente con su Padre, no necesitaba participar de la instrucción escriturística ni de la oración comunitaria. Pero el Maestro, que como tal nos educa en cada uno de sus actos y de sus palabras, sabe la importancia que tiene para el hombre la liturgia en la vida de la fe; y por ello se reúne con los demás miembros del pueblo para recitar la Shèmá –que es el resumen de los preceptos del Señor- y las dieciocho bendiciones.

  Posteriormente se leía un pasaje del libro de la Ley –el Pentateuco- y otro de los Profetas; y es en ese momento cuando el presidente de la celebración, siguiendo la costumbre, invita a Jesús a dirigir unas palabras a los allí reunidos. El Hijo de Dios lee el pasaje de Isaías, donde el profeta anunciaba la llegada del Señor que libraría al pueblo de sus aflicciones; y es entonces cuando confirma con la seguridad de su voz, descansando su mirada en todos los presentes, que las palabras del Antiguo Testamento se han cumplido en su Persona. Que la salvación prometida por Dios a su pueblo, se ha llevado a cabo con su Encarnación y que, por Él, el Padre se ha hecho presente a los hombres. La “Buena Nueva” existe en Cristo  porque se identifica el mensaje y el mensajero, y lo probable adquiere carácter de certeza; inagurándose, con la Nueva Ley, el tiempo de la misericordia y la Redención, la infusión de la Gracia y la plenitud de la vida futura.

  Los habitantes de Nazaret, que en un principio se maravillaban de Jesús, esperaban un milagro, un espectáculo, que acreditara las palabras del Maestro; pero Jesús les recuerda que la confianza no necesita razones que la justifiquen, y que sólo su falta de fe es la que los llama a necesitar, para creer, un hecho sobrenatural que les ayude a sobreponerse de sus dudas. Es su mezquindad, como ocurrió en tiempos de Isaías, la responsable de que observando lo evidente sean ciegos a lo esencial. El Señor los enfrenta a su pequeñez, a su orgullo, a sus miserias que sólo buscan el interés, incapacitándolos para abrir los ojos del alma y poder observar la verdad de Cristo.

  Y es en ellos, donde el Señor nos recuerda a todos que creer es entregar a Dios el conocimiento y la voluntad por amor, confiando plenamente en que Aquel que nos ama, no puede engañarnos. Y cierto es que, como siempre, ante esa actitud de fe el propio Dios se excede y nos manifiesta por los hechos, la historia y las personas que todo lo divino, por ser divino, es razonable y razonado; llegando, con nuestro esfuerzo y la luz de la Gracia, a la Verdad que no defrauda.

  También vemos en este Evangelio que entonces, igual que hoy y que siempre, los hombres intentan terminar con aquello que no comprenden, que supera su capacidad intelectiva y socava su orgullo personal. Pero Jesús nos indica, con su gesto, al pasar en medio de ellos, que su vida no le será arrancada cuando los hombres quieran, sino cuando Él la entregue por propia voluntad por amor a los hombres, en el momento propicio de la Redención. Que todo aquello que sucede –persecuciones, martirios, tribulaciones- tienen una finalidad inscrita en la historia divina, que todos nosotros, si somos fieles a la voluntad de Dios, soportaremos con fortaleza y con la seguridad de cumplir nuestro compromiso cristiano, adquirido en las aguas del Bautismo, y abonado en la gracia sacramental.