19 de septiembre de 2013

¡La fe con obras!



Evangelio según San Lucas 7,36-50.


Un fariseo invitó a Jesús a comer con él. Jesús entró en la casa y se sentó a la mesa.
Entonces una mujer pecadora que vivía en la ciudad, al enterarse de que Jesús estaba comiendo en casa del fariseo, se presentó con un frasco de perfume.
Y colocándose detrás de él, se puso a llorar a sus pies y comenzó a bañarlos con sus lágrimas; los secaba con sus cabellos, los cubría de besos y los ungía con perfume.
Al ver esto, el fariseo que lo había invitado pensó: "Si este hombre fuera profeta, sabría quién es la mujer que lo toca y lo que ella es: ¡una pecadora!".
Pero Jesús le dijo: "Simón, tengo algo que decirte". "Di, Maestro!", respondió él.
"Un prestamista tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios, el otro cincuenta.
Como no tenían con qué pagar, perdonó a ambos la deuda. ¿Cuál de los dos lo amará más?".
Simón contestó: "Pienso que aquel a quien perdonó más". Jesús le dijo: "Has juzgado bien".
Y volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón: "¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y tú no derramaste agua sobre mis pies; en cambio, ella los bañó con sus lágrimas y los secó con sus cabellos.
Tú no me besaste; ella, en cambio, desde que entré, no cesó de besar mis pies.
Tú no ungiste mi cabeza; ella derramó perfume sobre mis pies.
Por eso te digo que sus pecados, sus numerosos pecados, le han sido perdonados porque ha demostrado mucho amor. Pero aquel a quien se le perdona poco, demuestra poco amor".
Después dijo a la mujer: "Tus pecados te son perdonados".
Los invitados pensaron: "¿Quién es este hombre, que llega hasta perdonar los pecados?".
Pero Jesús dijo a la mujer: "Tu fe te ha salvado, vete en paz".


COMENTARIO:

  En esta escena, que refleja el Evangelio de Lucas, llama la atención la pedagogía que utiliza el Señor para enfrentar al fariseo con sus perjuicios más oscuros. Se entretejen, en este pasaje, tres ideas importantes que sobresalen ante los hechos que acontecen: primero, la divinidad de Jesús que conoce los pensamientos más íntimos de los hombres y es capaz de perdonar sus pecados; como ya demostró al devolverle la salud al paralítico de Cafarnaún. Pudo volver a andar, como imagen material de una realidad espiritual escondida, que no podíamos apreciar: la liberación del pecado, que lo tenía paralizado y no le permitía acercarse a Dios.

  Segundo, que el perdón otorgado por Cristo siempre está en relación con el amor que le profesamos y el dolor que sentimos, por haberle ofendido; y que se manifiesta en actos de arrepentimiento. Es muy fácil decir a una persona que la queremos; y tal vez lo pensemos de verdad, porque tenemos sentimientos hacia ella. Pero la realidad se descubre cuando hay que compartir los malos momentos; la tribulación y el sufrimiento. Cuando se nos exige renunciar a nuestro querer, para facilitar su deber. Cuando nos duele en el alma el dolor del amado; y nos desespera no haber estado a la altura de lo necesario para hacerlo feliz. Y si amamos de verdad, ante el error cometido, ahogaremos el orgullo para pedir perdón y enmendar las actitudes que han sido manifestación de nuestras infidelidades. Así le ocurrió a aquella mujer pecadora que se entristeció por el tiempo perdido, separada del Hijo de Dios. Su corazón convertido, había sabido descubrir en la humanidad santísima de Cristo, la misericordia inmensa del Verbo encarnado.

  Y tercero, se expone el valor y las manifestaciones de la fe, que muchas veces nos parecen triviales. Somos cuerpo y espíritu, y sólo con nuestros actos seremos capaces de descubrir nuestros sentimientos. Podremos decir con los labios que creemos firmemente que en el Pan Eucarístico se encuentra Dios, que si después, delante del Sagrario actuamos como si estuviera vacío, nadie va a creerse nuestra afirmación. Toda la Escritura nos habla del honor y la alabanza con que se ha tratado, porque así lo ha exigido, al Rey de Reyes. Cómo con el respeto que se le debe a la majestad divina, que es consecuencia del amor que se le reconoce, el culto ha sido para el pueblo de Dios, el eje de su existencia.

  Todos nosotros cuando acudimos a una celebración, a la que hemos sido invitados, nos ponemos nuestras mejores galas por deferencia y respeto a aquel que nos invita. Pues bien, Jesús nos pide que valoremos y hagamos valorar la conmemoración pascual, donde ha querido compartir al lado nuestro su deseo de quedarse,  por una locura de amor, en la especie sacramental. Ese Dios todopoderoso que gobierna cielos y tierra y que ha decidido amarnos, personal e íntimamente, a ti y a mí.

  Vemos como en este relato Simón invita a una comida al Señor para comprobar, in situ, si está, verdaderamente, ante un profeta. No hay cariño hacia el Maestro, sino sólo expectación para comprobar si es posible que Aquel que se encuentra sentado en su mesa, fue el que le devolvió la vida al hijo de la viuda de Naín. Frente a él, está la actitud de la mujer pecadora que está convencida que con su profundo arrepentimiento, moverá al Señor a perdonarla. Y ese perdón lo reclama con las obras que denotan  públicamente, que no tiene ninguna duda de encontrarse ante el único que puede lograrlo: el propio Dios. Jesús aprovecha este episodio para darnos la clave de todo el pasaje evangélico: que el amor consigue el perdón, porque el perdón suscita el amor. Al que ama le duele la afrenta infringida y lucha, con la ayuda de la Gracia, para que eso no vuelva a ocurrir. El Señor se dirige a la mujer para expresarle que ha conseguido la salvación porque, a través de sus actos de cariño y respeto, ha manifestado la realidad de su fe. Por eso la fe salva, pero el amor la manifiesta.