4 de septiembre de 2013

¡Hemos de buscar el Bien!



Evangelio según San Lucas 4,31-37.


Jesús bajó a Cafarnaún, ciudad de Galilea, y enseñaba los sábados.
Y todos estaban asombrados de su enseñanza, porque hablaba con autoridad.
En la sinagoga había un hombre que estaba poseído por el espíritu de un demonio impuro; y comenzó a gritar con fuerza;
"¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido para acabar con nosotros? Ya sé quién eres: el Santo de Dios".
Pero Jesús lo increpó, diciendo: "Cállate y sal de este hombre". El demonio salió de él, arrojándolo al suelo en medio de todos, sin hacerle ningún daño.
El temor se apoderó de todos, y se decían unos a otros: "¿Qué tiene su palabra? ¡Manda con autoridad y poder a los espíritus impuros, y ellos salen!".
Y su fama se extendía por todas partes en aquella región.



COMENTARIO:

  Este Evangelio de san Lucas nos presenta dos características particulares de la predicación de Jesús: que sus palabras siempre van acompañadas de los hechos –de las obras- que manifiestan su poder, y que es la propia palabra de Cristo la que salva, la que tiene la potestad de hacer milagros. Jesús es el Verbo encarnado, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad –la Palabra Divina- que se hace Hombre para que el hombre comprenda la Verdad de Dios, expresada en lenguaje humano. El Señor enseña, porque tiene la plena autoridad en Sí mismo como la tuvo el Padre cuando, en el Antiguo Testamento, confirmó con los hechos las advertencias que, a través de sus profetas, envió al pueblo de Israel. Esa Palabra que en la creación manifestó su poder al mover las cosas del no ser al ser. De la nada al todo, de la potencialidad al acto. Esa Palabra que da vida y salva, y por ello es enviada, hecha carne, a redimir a los hombres y rescatarlos del pecado.


  Sólo Dios, que es el Bien absoluto, puede librarnos del mal y, por eso, el mal conoce su presencia y trata de destruirlo. En este pasaje vemos como el demonio reconoce en Cristo al Mesías, al “Santo de Dios”; pero es el propio Jesús el que no le permite que argumente y le hace callar. Porque el Señor sabe que las armas del maligno contra el hombre son sembrar la confusión y encubrir el error con verdades a medias que oscurecen el conocimiento de todos aquellos que, por el pecado original, somos incapaces de alcanzar la verdad absoluta de Dios por nuestras propias fuerzas. De ahí que Jesús, antes de partir al Cielo, instituyera los Sacramentos como medios para alcanzar la Gracia y recibir el Espíritu Santo que nos permite, sin anular nuestra voluntad, reforzar nuestra fortaleza.


  Ese hombre, el endemoniado, presenta una vida alienada y marginal propia de aquellos que han cedido al pecado y han perdido el respeto por sí mismos y por los demás. Jesús nos recuerda que puede expulsar de nuestro corazón la maldad, porque el mal es la carencia de bien, y Él, con su sola presencia sacramental nos inunda con el amor pleno que da sentido a todo. Encontrar a Cristo en el camino es, a través de la humildad, reconocer nuestras miserias y, por ello, saber disculpar y perdonar las miserias de los demás. Es olvidar el egoísmo y aprender a ser felices haciendo felices a los demás. Es abrir nuestros ojos y nuestros oídos al sufrimiento humano y ser incapaces de vivir, consecuentemente, a espaldas de aquellos que padecen dolor, injusticia y soledad.


  Nuestro Señor es el único que, llenando nuestra alma de Bien, consigue erradicar el mal. ¡No le deis vueltas! Esa es la única solución definitiva para cambiar este mundo que ha dado la espalda a Dios. Por eso, Cristo ha querido que todos aquellos que somos discípulos suyos, desde la libertad de un corazón enamorado, vayamos por todos los lugares transmitiendo y acercando a nuestros hermanos la Palabra y los Sacramentos. Recursos que siguen siendo hoy, como entonces, los medios necesarios para devolver la Vida a todos aquellos que, aún sin saberlo, están atados a una muerte espiritual fruto de la voluntad diabólica que permanece oculta en la soberbia incondicional de algunos seres humanos.