9 de septiembre de 2013

¡Elijamos a Cristo, ya!



Evangelio según San Lucas 14,25-33.


Junto con Jesús iba un gran gentío, y él, dándose vuelta, les dijo:
"Cualquiera que venga a mí y no me ame más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo.
El que no carga con su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo.
¿Quién de ustedes, si quiere edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, para ver si tiene con qué terminarla?
No sea que una vez puestos los cimientos, no pueda acabar y todos los que lo vean se rían de él, diciendo:
'Este comenzó a edificar y no pudo terminar'.
¿Y qué rey, cuando sale en campaña contra otro, no se sienta antes a considerar si con diez mil hombres puede enfrentar al que viene contra él con veinte mil?
Por el contrario, mientras el otro rey está todavía lejos, envía una embajada para negociar la paz.
De la misma manera, cualquiera de ustedes que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo.


COMENTARIO:

  Este Evangelio de Lucas pone de manifiesto que el Señor exigió, y exige, a todas aquellas multitudes que le seguían, que lo hicieran por algo más que por la atracción que había despertado en ellos su doctrina. Que lo hicieran porque, entre todas las opciones que el mundo nos presenta y que son muchas, hubieran elegido unirse a Cristo, en total libertad y entrega.

  Justamente, las palabras de Jesús nos hablarán del menosprecio que debemos sentir por las cosas, ante el aprecio que le debemos a Dios. Que se puede disfrutar de todos los bienes, que por su mano recibimos, agradeciéndolos; pero en la total disposición de perderlos si así nuestro Padre nos lo requiere. Primero, porque no son nuestros, ya que sólo disponemos de ellos en usufructo; ayer fueron de otros, y mañana tendrán otros dueños. Y segundo, porque nuestra verdadera disposición debe ser apartar de nuestro lado todo aquello que nos impida entregarnos y ser fieles a la voluntad divina; aceptando que por ser de Dios todo, Dios puede llevárselo todo cuando disponga. Que hasta nuestros seres queridos tienen en su alma, impresa, la finalidad por la que fueron creados: regresar al lado del Señor. Y esto se cumplirá en el instante más adecuado de sus vidas; cuando Jesús, como un jardinero que sabe el mejor momento de sus rosas, decida cortarnos para formar un ramillete en el Cielo. Para unos será pronto; para otros, tarde, pero esa es la actitud que los primeros cristianos manifestaban ante la despedida definitiva en la tierra, de los suyos: una alegría inmensa en el corazón que contrarrestaba el dolor tremendo de la pérdida; alegría porque tenían la certeza de que su ser querido ya era, de verdad, feliz al lado de Dios.

  Las palabras que nos transmite san Lucas del Maestro, pueden parecernos duras, pero en realidad son propias del lenguaje bíblico que se utilizaba en aquel momento, donde “amar y odiar” significaban, en realidad, una elección. Sírvanos de ejemplo la Escritura Santa, donde observamos cómo nos indica que Dios amó a Jacob y odió a Esaú (Ml1 2-3); cuando sabemos que el Señor es imposible que tenga este sentimiento. Por eso, como os comentaba anteriormente, debemos entender estas líneas como la exigencia divina de que en toda nuestra vida, y ante cualquier circunstancia, hemos de tener preferencia por las cosas de Dios. Que hemos de estar dispuestos a dejarlo todo por Cristo, hasta nuestro orgullo, nuestra honra y nuestros deseos. Como nos decía san Gregorio Magno, las cosas de este mundo son para poseerlas de tal forma que no seamos retenidos por ellas. Que podemos poseer cosas, sin ser nosotros los poseídos. Que todo lo de este mundo, salvo las personas, son para usarlas; pero las eternas, son para desearlas de verdad.

  El otro punto que me parece maravilloso de este episodio, es como Jesús nos advierte de la necesidad de tener un plan, para poder alcanzar la cima de nuestra salvación. La Iglesia lo ha recomendado siempre, y los santos nos han manifestado como ellos, en su santidad, necesitaron de unos “escalones” para ir venciendo las tentaciones, la desidia y la pereza que el diablo hacía surgir en su interior. Debemos sentarnos y elaborar un plan de vida; aunque, es evidente, que lo más aconsejable es hacerlo en unión de nuestro confesor habitual, o padre espiritual, que nos conoce en nuestras debilidades y miserias y podrá ayudarnos a estipular los medios que nos sean más convenientes. Pero si no lo tenéis –que yo os recomiendo que luchéis por encontrar uno adecuado a vosotros- en la oración diaria con el Señor, a su lado, elaboréis ese camino que, paso a paso, os ayudará a llevaros ante Dios.

  Comenzar el día ofreciéndoselo al Señor; recordar el Ángelus, donde quedamos cada día a la misma hora, para saludar a María. Leer algún libro que os ayude a crecer, a entender, a profundizar en vuestra vida cristiana; sin olvidar el Rosario, que es el arma más poderosa, porque incide directamente en el corazón de una Madre que nada puede negarnos y será, sin duda, la mejor intercesora ante su Hijo. No os acostéis sin hacer un examen de conciencia, un balance, más que nada para llevar un control exhaustivo del mejor “negocio” de vuestra vida: la salvación. Y cerrar los ojos musitando las tres avemarías, por si la muerte viene a visitaros esa noche. Pero sobre todo, sobre todo, recibir al Señor si podéis, cada día. Nuestra Madre, la Iglesia, pone a nuestra disposición un montón de Misas para que así podamos llevarlo a cabo.

  En resumen, el Señor nos pide tener presencia de Dios en cada minuto de nuestra vida; porque esa es la verdadera identidad del cristiano, la identificación con Cristo. Y aunque ya sé que no es fácil encontrar el tiempo, Jesús nos dice, en este Evangelio, que nuestro tiempo debe tener como prioridad a Dios. Si así lo hacéis, felicidades; y si no, no lo dejéis para luego, porque ese luego no nos asegura nadie, que sea nuestro.