5 de septiembre de 2013

¡El poder de la fe!



Evangelio según San Lucas 4,38-44.


Al salir de la sinagoga, entró en la casa de Simón. La suegra de Simón tenía mucha fiebre, y le pidieron que hiciera algo por ella.
Inclinándose sobre ella, Jesús increpó a la fiebre y esta desapareció. En seguida, ella se levantó y se puso a servirlos.
Al atardecer, todos los que tenían enfermos afectados de diversas dolencias se los llevaron, y él, imponiendo las manos sobre cada uno de ellos, los curaba.
De muchos salían demonios, gritando: "¡Tú eres el Hijo de Dios!". Pero él los increpaba y no los dejaba hablar, porque ellos sabían que era el Mesías.
Cuando amaneció, Jesús salió y se fue a un lugar desierto. La multitud comenzó a buscarlo y, cuando lo encontraron, querían retenerlo para que no se alejara de ellos.
Pero él les dijo: "También a las otras ciudades debo anunciar la Buena Noticia del Reino de Dios, porque para eso he sido enviado".
Y predicaba en las sinagogas de toda la Judea.



COMENTARIO:


  Este Evangelio de san Lucas es de una gran riqueza doctrinal, ya que es el único de los Sinópticos que hace notar, entre sus líneas, que los que se encontraban presentes al lado de la suegra del apóstol, ante la enfermedad de ésta, rogaron a Jesús para que la sanase. Todas las palabras, las escenas, los silencios de la Escritura, son un medio para transmitirnos la verdad de Dios; y en este tiempo de verbo: “rogaron”, se encierra el secreto de la eficacia de la oración. Es en ese momento, cuando nos introducimos en el mismo centro del Corazón amorosísimo y misericordioso de Cristo, que no puede negarnos nada que no nos convenga.


  Hace años era costumbre entre los miembros que formaban la comunidad cristiana, encomendarse los unos por las intenciones de los otros en las peticiones y rezos particulares y comunitarios. Ese era, y es, el mejor regalo que un hermano puede hacer a otro, intercediendo al Padre en nombre de su Hijo. Y todos sabemos que aquellos que vienen recomendados por alguien de nuestra propia sangre, tienen en nuestra alma un trato especial. Dios, que es el Amor del que todos los amores son reflejos, no es distinto. Es incapaz, si es por nuestro bien, de negarnos el favor por el que tantas voces claman. Hay que retomar esa santa costumbre de rogar a Dios por nuestros seres queridos, pues hasta el sentido común indica que hacerlo, aunque no sirviera para nada, en nada les perjudica.


  Nos dice este episodio que Jesús conminó a la fiebre, la reprendió, y ésta abandonó el cuerpo de la mujer. Nada de raro hay en ello, porque ante Cristo, que viene a liberarnos del pecado con su sacrificio en la cruz, el fruto del pecado –la enfermedad-, se le somete. Nunca debemos perder la confianza en nuestra vida; sino, muy al contrario, intensificar con fe nuestra oración descansando fielmente en la voluntad divina. Dios pone a prueba, muchas veces, nuestra esperanza en la tribulación; y de ello tenemos grandes ejemplos en el Antiguo Testamento: Noé, Abraham, Moisés, David, Job… Y el mejor de ellos, en el Nuevo, la Virgen María que en la noche oscura del sepulcro, animó a los discípulos a esperar la Luz de la Resurrección prometida. No podemos desfallecer, porque Nuestro Señor siempre está dispuesto a socorrernos; tal vez el problema, es que no sabemos pedírselo.


  De los muchos enfermos que trajeron al Señor, para que los sanase, se encontraban aquellos afectados del alma que estaban sometidos al pecado, al diablo. Muchos de nosotros creo que somos conscientes de con qué ligereza tratamos esa convivencia de los hombres, usual y social con la mentira, el vicio, la injusticia… Sabemos que muchos hermanos nuestros están necesitados de que alguien les enfrente al mal que anida en su interior –muchas veces por ignorancia- y, porque les amamos, debemos intentar –respetando siempre su libertad- acercarlos a Cristo en el sacramento de la Penitencia. Tal vez nos ridiculicen, o se separen de nosotros; pero prefiero quedar mal ante ellos por haberlo intentado, que tener que rendir cuentas a Dios por su alma perdida ¡Y su alma es un tesoro infinito para Dios!


  Sigue contándonos el evangelista que la gente buscaba a Jesús, para encontrarlo. No siempre encontraremos al Señor con facilidad, porque una prueba de amor que nos exige es no desfallecer en las pesquisas. No cansarse en la lectura de la Palabra, donde el Maestro nos espera. No retrasar la visita al Sagrario, para compartir nuestro tiempo con Él. Vivir los Sacramentos, donde la Gracia iluminará nuestro entendimiento y la niebla se disipará, dando paso a los rayos del sol. Leer, hablar, hacer partícipes de nuestras inquietudes a los pastores elegidos por Dios para apacentar su grey. Somos Iglesia, porque Cristo la instituyó para cada uno de nosotros. ¡Allí nos espera! Encaminemos nuestros pasos a la salvación.