3 de julio de 2013

¡Subamos a la barca!



Evangelio según San Mateo 8,23-27.


Jesús subió a la barca y sus discípulos le siguieron.
Se levantó una tormenta muy violenta en el lago, con olas que cubrían la barca, pero él dormía.
Los discípulos se acercaron y lo despertaron diciendo: «¡Señor, sálvanos, que estamos perdidos!»
Pero él les dijo: «¡Qué miedosos son ustedes! ¡Qué poca fe tienen!» Entonces se levantó, dio una orden al viento y al mar, y todo volvió a la más completa calma.
Grande fue el asombro; aquellos hombres decían: «¿Quién es éste, que hasta los vientos y el mar le obedecen?»



COMENTARIO:


   Este Evangelio de Mateo es, como muchos otros de los que nos ha transmitido el apóstol, imagen de la realidad a la que deberá enfrentarse la Iglesia naciente, a través de todos los tiempos. Por eso, sus textos fueron los más usados en las celebraciones litúrgicas de la primera comunidad cristiana.


  Ante todo, el evangelista quiere transmitirnos el hecho de que Jesús, no solo tenía poder sobre las enfermedades –como hemos visto en otros párrafos que nos han narrado los milagros acaecidos en los padecimientos de muchos hombres- sino sobre todas las potencias malignas y los elementos de la naturaleza, porque es el Hijo de Dios.


  Como en otros escritos, la barca significa alegóricamente a la Iglesia, donde Jesús ha subido y sus discípulos le han seguido para permanecer a su lado. Esa tempestad tan fuerte que cubre la barca y les hace temer el naufragio, es ese cúmulo de dificultades, de tentaciones, de errores, de amenazas que se esconden al influjo del pecado y que quieren apartarla de su verdadero cometido: la salvación de los hombres. Cada uno de nosotros, que somos Iglesia en nosotros mismos por el hecho de haber recibido el Bautismo que nos inserta en Cristo, estamos expuestos a sufrir los vaivenes y los embates de las olas que el diablo utilizará para que no llevemos a cabo la misión que nos ha sido encomendada.


  Ahora bien, no podemos olvidar que el problema no viene de las dificultades acaecidas, ya que la barca sigue su rumbo, sino de la poca confianza que manifiestan sus miembros al olvidar que es el propio Cristo el que descansa en ella. Es esa falta de fe la que engendra el temor de los discípulos y hace que el miedo –que es una reacción natural ante lo desconocido- les paralice su capacidad de respuesta. Jesús duerme, porque quiere que el hombre, ante todas las circunstancias de la vida, descanse en Él utilizando todos los medios humanos que Dios ha puesto a nuestro alcance. Que usemos el conocimiento y la inteligencia para descubrir el “cómo” y, posteriormente, aplicar la voluntad para llevar a término el “para qué”.


  Pero el Señor quiere que recordemos que, a pesar de contar con nuestras fuerzas, permanece siempre a nuestro lado. Que navega en la barca con nosotros para que podamos recurrir a su ayuda, cuando nos sintamos desfallecer; porque es en realidad el poder de Cristo el que nos da la seguridad de alcanzar la orilla adecuada, donde poder descansar. Seguridad que alcanzamos con la recepción de los Sacramentos, la Gracia, instituidos por el Señor y entregados a su Iglesia para que todos podamos alcanzar la salvación.


  Nuestro Señor es Dios de todo lo creado, y no podemos olvidar jamás que todo está bajo su orden y su control. Sólo Él puede convertir la tempestad en calma, si es lo que más nos conviene. Por eso, participar de la Iglesia, como hijos adoptivos de Dios en Cristo; como miembros de esa comunidad eterna e inmensa donde nos encontramos los que somos, los que han sido y los que ya han llegado, es un don y un regalo del Cielo tan inmenso que necesitamos más de una vida para poderlo agradecer. Es en la Iglesia, como Cuerpo de Cristo, donde cada uno de nosotros –como sus miembros- tenemos una función y encontramos nuestro sentido. Navegamos por el lago de la vida, sostenidos en la barca que, por deseo divino, se mantiene firme ante el embate de las olas que rompen contra su casco. Y, aunque con frecuencia los elementos de este mundo choquen contra ella con gran fragor, como nos decía san Ambrosio, la Iglesia permanecerá firme para llevarnos al puerto seguro de nuestra salvación.