7 de julio de 2013

¡La fidelidad a la Iglesia!



Evangelio según San Mateo 9,14-17.


Entonces se acercaron los discípulos de Juan y le dijeron: "¿Por qué tus discípulos no ayunan, como lo hacemos nosotros y los fariseos?".
Jesús les respondió: "¿Acaso los amigos del esposo pueden estar tristes mientras el esposo está con ellos? Llegará el momento en que el esposo les será quitado, y entonces ayunarán.
Nadie usa un pedazo de género nuevo para remendar un vestido viejo, porque el pedazo añadido tira del vestido y la rotura se hace más grande.
Tampoco se pone vino nuevo en odres viejos, porque los odres revientan, el vino se derrama y los odres se pierden. ¡No, el vino nuevo se pone en odres nuevos, y así ambos se conservan!".



COMENTARIO:

  En este Evangelio de san Mateo observamos de forma clarísima, como el Señor trae al mundo un modo nuevo de relacionarse con Dios; manera que implica una regeneración total. Su espíritu es tan nuevo, tan simple y tan lógico, que resulta por ello casi imposible amoldarlo a las viejas formas rigoristas, cuya vigencia ya caducaba. Jesús nos habla de amor y no de deber; de desear la felicidad y no del temor al castigo; de sentirnos hijos y olvidar que somos siervos. El Maestro nos revela un Dios Trinitario desconocido hasta el momento, que es Padre amoroso capaz, como el Pastor que pierde sus ovejas, de salir a su encuentro y, encarnándose, ofrecer su vida por cada una de ellas.


  Ante el texto, no podemos pensar que Nuestro Señor suprimió el ayuno; sino que frente a la complicadísima casuística de la época, que si recordáis ahogaba la sencillez de la verdadera piedad en normas de difícil cumplimiento, nos apuntó a la simplicidad de ese amor profundo y veraz que surge de un corazón enamorado de Dios. Jesús dice expresamente, que sus discípulos “ya ayunarán”; posponiendo esa actividad a los momentos que la Iglesia concretará, desde los principios del cristianismo, para cada época. Pues es el Espíritu Santo quien la guiará, desde su fundación en Pentecostés hasta el último día que Dios estipule, en el Juicio Final.


  El ayuno, hay que recordarlo siempre, es una mortificación corporal que ayuda a la oración profunda que humilla el alma para, desde una fe no fingida, entregarnos a Dios en cuerpo y espíritu; es decir, en la totalidad de la persona humana. Esa tradición tan cristiana, estará unida a lo largo de todos los siglos a aquello momentos en los que recordamos los duros momentos que vivimos ante el sufrimiento, la Pasión y la Muerte del Señor. Lloramos con nuestro cuerpo y también con nuestra alma; y compartimos con Jesús esos momentos de dolor que libremente asumió sobre Sí mismo para salvarnos a todos de la esclavitud del pecado. El ayuno es esa decisión, también libre, en la que decidimos someter nuestros deseos de placer y bienestar, en aras de acompañar a Jesús que camina con la cruz a cuestas, para compartir con Él la redención de los hombres.


  Debemos hacer oídos sordos a todos aquellos que, todavía hoy, nos hablan de un cristianismo plagado de normas y atado al rigor de costumbres ancestrales; porque fue el propio Cristo el que trascendió las normas para explicarnos la necesidad de cumplir aquello que nos perfecciona –y que por eso Dios, que nos conoce, nos lo mandó-  por amor; por esa confianza, que es la fe, en la que los mandamientos establecidos son el camino divino perfecto para no extraviarse y alcanzar nuestra santificación. No debemos dejarnos engañar por aquellos cantos de sirena que en realidad desean sembrar la duda y separarnos del sendero seguro que nos conduce a Dios: la Iglesia de Cristo, fiel a su Palabra ayer, hoy y mañana.