18 de julio de 2013

¡La adhesión a Dios!



Evangelio según San Mateo 11,25-27.

En esa oportunidad, Jesús dijo: "Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños.
Sí, Padre, porque así lo has querido.
Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, así como nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.




COMENTARIO:



  Este Evangelio de Mateo nos transmite toda la belleza de esta oración de Jesús al Padre. Este pasaje se ha denominado, en alguna ocasión, la joya de los sinópticos, porque recoge esos momentos en los que el Señor llama Padre a Dios y se presenta a Sí mismo como la Revelación divina hecha carne. Sólo Él conoce a Dios, porque es Dios mismo, y por eso su Palabra, transmitida por los evangelistas en el Nuevo Testamento, es la manifestación clara dada por Dios a los hombres.





  Todo lo anterior a Cristo ha sido una preparación para que supiéramos advertir los signos de su llegada; para que supiéramos apreciar la divinidad del Verbo escondida en la encarnación del Señor. Desde Génesis, la historia ha encerrado la realidad del amor de Dios a los hombres que, en un momento determinado, asumió la naturaleza humana para purgar en ella, libremente, todos los pecados cometidos que han sido fruto de la soberbia de nuestros primeros padres. Y ese momento llegó; porque el Verbo de Dios, su Palabra, su Conocimiento, se hizo Hombre para que cada uno de nosotros, si quiere, se una a Dios en Cristo a través del Bautismo y se divinice. Para explicarnos, de sus propios labios, que Dios es Padre misericordioso y, para demostrárnoslo, su Hijo sufrirá lo indecible para librarnos del pecado y su secuela, la muerte eterna, elevando el sufrimiento a medio de salvación.





  También el Señor se llena de gozo, en este pasaje, por todos aquellos que le aceptan; gente sencilla y humilde que no confían en su propia sabiduría y que no se estiman a sí mismos como hombres prudentes y sabios. No nos dice el Evangelio que los que seguían a Jesús fueran un grupo de  gente socialmente inadaptada, inculta o incapaces de razonar por sí mismos, si no que eran unas personas de distinta procedencia pero con el denominador común de la humildad y, por ello, capaces de abrir su conocimiento y someter su voluntad ante los hechos que les presentaba una realidad sobrenatural. Siempre cuesta admitir aquello que no podemos explicar, porque su contenido nos trasciende, pero es entonces cuando surge la fe y el hombre, que no es soberbio, confía plenamente en la autoridad divina –más que demostrada con sus actos- de Aquel que se nos ha revelado.





  Jesús manifiesta, en este texto, sus sentimientos más profundos al expresar desde el fondo de su  corazón un “¡Sí, Padre!” como una adhesión total al querer de Dios. Ese acto de entrega, de todo lo que somos y tenemos,  que en algún momento de nuestra vida se nos reclamará  como testimonio de nuestra identificación con la voluntad divina. Anteriormente, toda la creación estuvo  pendiente de ese otro sí de María, que ponían en marcha los planes trazados desde las líneas del Génesis. Y en el último momento, en Getsemaní, toda la creación estará expectante ante el sí definitivo de la entrega de Cristo en la Cruz.





  Toda la oración de Jesús es una adhesión amorosa de su corazón de hombre al misterio de la voluntad del Padre. Cada uno de nosotros debe intentar, que es el primer paso para conseguirlo, unirse al Señor en los Sacramentos y en la Oración para que nos de la fuerza y la humildad de ser leales a los planes que Dios ha trazado para nosotros. Que sepamos ser, cuando llegue, sinceros seguidores en la fe como lo fueron todos aquellos que nos han precedido en la fidelidad a la Iglesia de Cristo.