Evangelio según San Mateo 11,25-27.
En esa oportunidad, Jesús dijo: "Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños.
Sí, Padre, porque así lo has querido.
Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, así como nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.
COMENTARIO:
Este Evangelio
de Mateo nos transmite toda la belleza de esta oración de Jesús al Padre. Este
pasaje se ha denominado, en alguna ocasión, la joya de los sinópticos, porque
recoge esos momentos en los que el Señor llama Padre a Dios y se presenta a Sí
mismo como la Revelación divina hecha carne. Sólo Él conoce a Dios, porque es
Dios mismo, y por eso su Palabra, transmitida por los evangelistas en el Nuevo
Testamento, es la manifestación clara dada por Dios a los hombres.
Todo lo
anterior a Cristo ha sido una preparación para que supiéramos advertir los
signos de su llegada; para que supiéramos apreciar la divinidad del Verbo
escondida en la encarnación del Señor. Desde Génesis, la historia ha encerrado la
realidad del amor de Dios a los hombres que, en un momento determinado, asumió
la naturaleza humana para purgar en ella, libremente, todos los pecados
cometidos que han sido fruto de la soberbia de nuestros primeros padres. Y ese
momento llegó; porque el Verbo de Dios, su Palabra, su Conocimiento, se hizo Hombre para que cada uno de nosotros, si quiere, se una a Dios en Cristo
a través del Bautismo y se divinice. Para explicarnos, de sus propios labios,
que Dios es Padre misericordioso y, para demostrárnoslo, su Hijo sufrirá lo indecible para librarnos del
pecado y su secuela, la muerte eterna, elevando el sufrimiento a medio de
salvación.
También el
Señor se llena de gozo, en este pasaje, por todos aquellos que le aceptan;
gente sencilla y humilde que no confían en su propia sabiduría y que no se
estiman a sí mismos como hombres prudentes y sabios. No nos dice el Evangelio
que los que seguían a Jesús fueran un grupo de
gente socialmente inadaptada, inculta o incapaces de razonar por sí
mismos, si no que eran unas personas de distinta procedencia pero con el denominador común de la humildad y, por ello, capaces de abrir su
conocimiento y someter su voluntad ante los hechos que les
presentaba una realidad sobrenatural. Siempre cuesta admitir aquello que no
podemos explicar, porque su contenido nos trasciende, pero es entonces cuando
surge la fe y el hombre, que no es soberbio, confía plenamente en la autoridad
divina –más que demostrada con sus actos- de Aquel que se nos ha revelado.
Jesús
manifiesta, en este texto, sus sentimientos más profundos al expresar desde el
fondo de su corazón un “¡Sí, Padre!”
como una adhesión total al querer de Dios. Ese acto de entrega, de todo lo que
somos y tenemos, que en algún momento de
nuestra vida se nos reclamará como testimonio
de nuestra identificación con la voluntad divina. Anteriormente, toda la
creación estuvo pendiente de ese otro sí
de María, que ponían en marcha los planes trazados desde las líneas del
Génesis. Y en el último momento, en Getsemaní, toda la creación estará
expectante ante el sí definitivo de la entrega de Cristo en la Cruz.
Toda la oración
de Jesús es una adhesión amorosa de su corazón de hombre al misterio de la
voluntad del Padre. Cada uno de nosotros debe intentar, que es el primer paso
para conseguirlo, unirse al Señor en los Sacramentos y en la Oración para que nos
de la fuerza y la humildad de ser leales a los planes que Dios ha trazado para
nosotros. Que sepamos ser, cuando llegue, sinceros seguidores en la fe como lo
fueron todos aquellos que nos han precedido en la fidelidad a la Iglesia de
Cristo.