25 de julio de 2013

¡Crecer en la fe!



Evangelio según San Mateo 13,1-9.



Aquel día, Jesús salió de la casa y se sentó a orillas del mar.
Una gran multitud se reunió junto a él, de manera que debió subir a una barca y sentarse en ella, mientras la multitud permanecía en la costa.
Entonces él les habló extensamente por medio de parábolas. Les decía: "El sembrador salió a sembrar.
Al esparcir las semillas, algunas cayeron al borde del camino y los pájaros las comieron.
Otras cayeron en terreno pedregoso, donde no había mucha tierra, y brotaron en seguida, porque la tierra era poco profunda;
pero cuando salió el sol, se quemaron y, por falta de raíz, se secaron.
Otras cayeron entre espinas, y estas, al crecer, las ahogaron.
Otras cayeron en tierra buena y dieron fruto: unas cien, otras sesenta, otras treinta.
¡El que tenga oídos, que oiga!".



COMENTARIO:

  Lo primero que nos llama la atención en este Evangelio de Mateo, es el ejemplo de Jesús que aprovecha cada momento y circunstancia para transmitir, a aquellos que le siguen, y a los que se encuentra, la Verdad del Reino de Dios. El Señor estaba sentado a la orilla del mar; tal vez deseaba estar solo, pensar, orar… pero en unos momentos la multitud lo rodeó para oír lo que tenía que decirles. Los hombres le buscan, le siguen, tienen necesidad –aunque no lo sepan- de su cercanía, de su mensaje. Seguramente, se sienten a gusto cuando Jesús desgrana el profundo sentido de la Escritura, acomodado a su conocimiento. Es sorprendente el número de ocasiones en que Jesucristo recurrirá a la enseñanza de las parábolas, práctica habitual en los maestros de la época que se valían de ellas para explicar frases del Antiguo Testamento. Pero Jesús las utiliza de una forma más amplia y abundante, con la finalidad de revelar los misterios del Reino, usando los términos y los ejemplos que a sus oyentes les eran familiares: el sembrador, el pescador, la cizaña… De esta manera, el Señor nos indica el camino más adecuado para hacer llegar a nuestros hermanos su Palabra: sin florituras, sin querernos lucir; solamente adecuando el mensaje a aquellos términos que sabemos que pueden ser fáciles de interpretar por nuestros oyentes.


  Esta parábola, que observamos aquí, es la más larga de las que nos relata el Maestro, y han sido los tres sinópticos los que se han hecho eco de la misma, demostrando su importancia y acogiéndola como paradigma de las parábolas del Reino. El mensaje que Jesús envía es casi una pregunta sobre cómo la palabra recibida puede producir efectos tan dispares entre los que la escuchan. Y su respuesta, que se esconde en su significado, es lo que ha hecho que se llamara a ésta, junto con algunas otras, “las parábolas del crecimiento”. Pues, justamente, expresan las condiciones en que crece la semilla que comienza siendo pequeña y, cuando encuentra el terreno apropiado, desarrolla un efecto multiplicador que se deriva de la fuerza contenida en sí misma.


  No hay que olvidar que nos movemos en el misterio de la Gracia, que Dios nos concede, y la correspondencia a la misma con que nosotros respondemos. Porque entender esto es comprender el respeto divino a la libertad del hombre y, a pesar de que la Palabra de Dios es más poderosa que nuestras disposiciones y siempre –de alguna manera- es fecunda, puede fructificar con mayor o menor proporción según abramos la puerta de nuestro corazón. Hay quienes oyen sin entender, porque han cerrado sus oídos a Dios. Muchos, por soberbia, malinterpretan sus palabras; otros, por comodidad, no aceptan el mensaje porque hacerlo significa cambiar el sentido de su existencia. Algunos son débiles e inconstantes y no están dispuestos a luchar por intentar alcanzar la santidad al lado de Jesús; muchos, sólo se han beneficiado de sus milagros y, en cambio, lo han abandonado a la hora del dolor y el sufrimiento. Y la mayoría fallamos, no por debilidad cuando hay que defender la palabra, sino porque la Palabra del Señor no puede fructificar en una vida que no sea recta, que no sea coherente, aceptando el cumplo y miento que nada tiene que ver con la entrega radical e incondicional que Cristo nos pide para que seamos sus discípulos.


  La palabra de Jesús, en cuanto Palabra de Dios hecha carne, puede fructificar en mayor o menor proporción, porque los hombres no somos iguales; ni nuestra entrega es similar. Cada uno, consciente de sus limitaciones –que para eso sirven los exámenes de conciencia que nos enfrentan a nuestros errores y carencias- debe pedir al Señor la fuerza de la Gracia y, libremente, acercarse a recibirla por propia voluntad. Dios nos la da, y nosotros con el tamaño de la capacidad de nuestro corazón, disponible para amar –grande para unos y pequeño para otros- recibiremos la vida divina a través de los Sacramentos. Todos, absolutamente todos, necesitamos humillar nuestra inteligencia y fortalecer nuestra voluntad con los auxilios sobrenaturales que Dios nos brinda, mediante la Iglesia, para poder responder a su llamada. Si caemos en el error de pensar que solos podremos conseguirlo, terminaremos como aquella semilla que cayó en terreno pedregoso y entre espinos: inútiles para cumplir los planes y la voluntad de Dios.