22 de julio de 2013

¡Busquemos a Jesús!



Evangelio según San Juan 20,1-2.11-18.


El primer día de la semana, de madrugada, cuando todavía estaba oscuro, María Magdalena fue al sepulcro y vio que la piedra había sido sacada.
Corrió al encuentro de Simón Pedro y del otro discípulo al que Jesús amaba, y les dijo: "Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto".
María se había quedado afuera, llorando junto al sepulcro. Mientras lloraba, se asomó al sepulcro
y vio a dos ángeles vestidos de blanco, sentados uno a la cabecera y otro a los pies del lugar donde había sido puesto el cuerpo de Jesús.
Ellos le dijeron: "Mujer, ¿por qué lloras?". María respondió: "Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto".
Al decir esto se dio vuelta y vio a Jesús, que estaba allí, pero no lo reconoció.
Jesús le preguntó: "Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?". Ella, pensando que era el cuidador de la huerta, le respondió: "Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo iré a buscarlo".
Jesús le dijo: "¡María!". Ella lo reconoció y le dijo en hebreo: "¡Raboní!", es decir "¡Maestro!".
Jesús le dijo: "No me retengas, porque todavía no he subido al Padre. Ve a decir a mis hermanos: 'Subo a mi Padre, el Padre de ustedes; a mi Dios, el Dios de ustedes'".
María Magdalena fue a anunciar a los discípulos que había visto al Señor y que él le había dicho esas palabras.



COMENTARIO:

Comienza este Evangelio de Juan, con la actitud manifiesta de aquellos que buscan al Señor de verdad. María Magdalena no puede esperar más para honrar a su Maestro, que ha muerto; su amor es tan profundo, que le urge estar a su lado para robar al tiempo los últimos minutos de su presencia. Por eso nos dice este pasaje, que la mujer fue al sepulcro muy de mañana, cuando todavía estaba oscuro.


Así debe ser la actitud que debe mover el corazón de todos aquellos que nos denominamos discípulos de Cristo. Estar cerca del Señor, en el Sagrario, no puede ser una costumbre ni un hecho puntual, sino el resultado de la necesidad que nos mueve a participar todo lo que somos y tenemos con Aquel que ha querido quedarse con nosotros en la soledad del Tabernáculo. Recibir al Señor en la Eucaristía, no debe ser el resultado del cumplimiento de la Misa dominical, sino la imperiosa necesidad de alimentar nuestro espíritu para compartir la intimidad divina en nuestro corazón. Buscar a Jesús en la oración, debe ser el encuentro con El Señor, para elevar unos minutos de plegaria, que es el oasis de nuestra existencia: es allí donde, en el caos diario, encontramos la paz que nos es tan necesaria para poder ser felices en todas las circunstancias que la vida nos depara.


Nos sigue diciendo el texto que María, ante lo que ella considera la pérdida de su Maestro, llora con desconsuelo. Llama la atención cuantas veces nosotros, a lo largo de nuestra vida, hemos sido capaces de perder a Jesús y continuar existiendo como si no ocurriera nada; cuando en realidad, había sucedido todo. Porque alejarnos del Hijo de Dios y desconocer su Palabra, es carecer de la alegría y la esperanza que da sentido a nuestro caminar terreno. Es quedar huérfanos e ignorar de dónde venimos, para perdernos en la duda de a dónde nos dirigimos. Puede suceder que, como a María en aquellos momentos, se nos hayan olvidado las palabras de Jesús y nos encontremos ante una tumba vacía, cuando en realidad estamos ante Cristo Resucitado.


El propio Evangelio nos enseña que el Señor se manifiesta a los que le buscan de verdad; a los que, aunque no hayan comprendido la intensidad de su mensaje, no se apartan del sepulcro y siguen buscando en el fuego encendido del amor, a Aquel que pensaban que se lo habían llevado. Y es entonces cuando Jesús, ante el que busca sin desfallecer, se presenta. Se da a conocer a los que sabe que están dispuestos a abrir los ojos del alma y, confiando en Él, seguirle como miembros de su Iglesia en la propagación de la fe. Aparece el Señor como el Buen Pastor que tantas veces nos ha referido la Escritura Santa, “llamando a las ovejas por su nombre”. Nos conoce, nos ha traído a la vida, justamente para que nos encontráramos con Él, ya que ese momento es el más decisivo de nuestra existencia. Todos los llamados conocemos su voz, porque pertenecemos a su redil, pero es ahora, a través de nuestra libertad, cuando debemos decidir si seguirle para formar parte del Pueblo de Dios a través del Bautismo, que nos libera de la mancha original.


Pero en cuanto María reconoció al Maestro y asumió su Resurrección, se convirtió en propagadora del Evangelio, transmitiendo al mundo el testimonio de su encuentro con Cristo. Ante este hecho sobrenatural, del que unos han sido testigos oculares y otros receptores por la transmisión de la Palabra divina, nadie puede quedarse indiferente y permanecer como si nada hubiese ocurrido. Porque el Señor nos ha demostrado en Sí mismo, históricamente, que efectivamente la muerte ha sido vencida y que la vida sólo adquiere sentido cuando se vive junto a Él, en cada momento y circunstancia de la cotidianidad de cada uno.