12 de junio de 2013

¡Predicar el Evangelio!

Evangelio según San Mateo 10,7-13.

A lo largo del camino proclamen: ¡El Reino de los Cielos está ahora cerca!
Sanen enfermos, resuciten muertos, limpien leprosos y echen los demonios. Ustedes lo recibieron sin pagar, denlo sin cobrar.
No lleven oro, plata o monedas en el cinturón.
Nada de provisiones para el viaje, o vestidos de repuesto; no lleven bastón ni sandalias, porque el que trabaja se merece el alimento.
En todo pueblo o aldea en que entren, busquen alguna persona que valga, y quédense en su casa hasta que se vayan.
Al entrar en la casa, deséenle la paz.
Si esta familia la merece, recibirá vuestra paz; y si no la merece, la bendición volverá a ustedes.



COMENTARIO:

Jesús recuerda a sus discípulos, en este Evangelio de Mateo, que la obra que van a realizar en la Iglesia será la misma obra que Cristo ha realizado en la tierra: su predicación sobre la cercanía del Reino de los Cielos. Esta misión que, a partir de ahora, va a formar parte de sus propias vidas, será la primera e inexcusable en el orden de sus prioridades; porque sólo cambiando el corazón de las personas, con la inhabitación de la Trinidad, conseguirán y conseguiremos, cambiar el mundo.


Transmitir el Evangelio es sembrar una semilla de divinidad en el alma que crecerá frondosa a la sombra de la Gracia, iluminando el corazón con la Luz inagotable del amor de Dios. Y, ante esa realidad, todos los que nos hemos comprometido a ser discípulos del Maestro, dentro de su Iglesia, comprobamos que nuestra tarea es un mar sin orillas que no termina jamás. Porque allí donde hay un hermano que no ha recibido la Palabra de Dios -que es Vida, como nos transmite el Génesis al referirse a la Creación- allí hemos de estar dispuestos a ir a comunicarla. Cada uno deberá hacerlo según sus circunstancias, confiando fielmente en Aquel que nos sostiene y que ha prometido no abandonarnos jamás, ni en la más mínima de nuestras necesidades; con nuestra vida, con la familia y el trabajo, pero siempre dispuestos a convertir nuestro ambiente cotidiano en un lugar donde se respire la paz que conlleva la presencia de Nuestro Señor. Hemos de estar convencidos de que no hay mejor regalo que podamos entregar a los que amamos, que acercarles a los Sacramentos que Cristo instituyó para salvarnos. Sólo teniendo esta certeza, seremos como aquellos discípulos que constituyeron la Iglesia primitiva y consiguieron convertir al cristianismo, a un mundo paganizado.


Así, con esa convicción del tesoro que es la transmisión de la Verdad divina, los seguidores del Maestro seremos capaces de sanar a aquellos enfermos que podamos socorrer, aproximándolos a la gracia sacramental. Parece que hemos olvidado que fue el propio Cristo el que instituyó la Penitencia como medicina para curar la peor de las enfermedades, el pecado, que es la consecuencia, si no se trata, de la muerte eterna.


Y los discípulos del Señor podrán resucitar a todos aquellos que estaban muertos a la Vida, si son capaces de introducir a Cristo, que es el Resucitado y el que resucita, en el corazón del hombre. La conversión devuelve al ser humano las ganas de luchar y vencer sus flaquezas, sus traiciones; de cambiar de vida y comenzar una existencia fuera de las paredes de ese sepulcro que lo tenía enterrado y no le permitía ver la Luz. Es entonces, ante ese acto voluntario, cuando los rayos del sol penetran y permiten observar la realidad que nos rodeaba: el polvo depositado en todas aquellas potencias que no hemos sido capaces de activar para que actuaran como lo que somos: hijos de Dios. Todas aquellas telarañas que se han ido tejiendo en el fondo de nuestra alma, posponiendo los actos buenos que teníamos posibilidad de realizar. Los gusanos que se sustentan del odio y el rencor, generados por la falta de amor que termina con la vida.


Sólo la Gracia de Dios que fluye del costado abierto de Cristo en la Cruz, podrá devolvernos la fuerza para regresar al lugar del que nunca debimos partir. Pero esa Gracia que Jesús sigue transmitiéndonos en cada uno de sus Sacramentos, necesita de la voluntad para ser comunicada. Es ahí, donde cada uno de los cristianos estamos llamados a ayudar a nuestros hermanos moribundos. Muchos de ellos necesitarán que los carguemos sobre nuestros hombros; algunos requerirán que nos sobrepongamos a nuestro cansancio, nuestra desidia y, posiblemente, nuestro desánimo, pero lo que nos jugamos es la Felicidad eterna de aquellos a los que amamos. Eso es lo que nos pide Cristo a cada uno de nosotros cuando, tras el Bautismo, nos comprometemos a ser sus discípulos y a seguir sus pasos en la tierra, con la seguridad de que nos conducirán hasta el Cielo. Y este camino no se hace en soledad sino, desprendidos de todo, con la compañía de nuestro Dios y la fortaleza de nuestra Madre, la Iglesia.