9 de junio de 2013

¡No tenemos verguenza!

Evangelio según San Lucas 2,41-51.

Los padres de Jesús iban todos los años a Jerusalén para la fiesta de la Pascua.
Cuando Jesús cumplió los doce años, subió también con ellos a la fiesta, pues así había de ser.
Al terminar los días de la fiesta regresaron, pero el niño Jesús se quedó en Jerusalén sin que sus padres lo supieran.
Seguros de que estaba con la caravana de vuelta, caminaron todo un día. Después se pusieron a buscarlo entre sus parientes y conocidos.
Como no lo encontraran, volvieron a Jerusalén en su búsqueda.
Al tercer día lo hallaron en el Templo, sentado en medio de los maestros de la Ley, escuchándolos y haciéndoles preguntas.
Todos los que le oían quedaban asombrados de su inteligencia y de sus respuestas.
Sus padres se emocionaron mucho al verlo; su madre le decía: «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Tu padre y yo hemos estado muy angustiados mientras te buscábamos.»
El les contestó: «¿Y por qué me buscaban? ¿No saben que yo debo estar donde mi Padre?»
Pero ellos no comprendieron esta respuesta.
Jesús entonces regresó con ellos, llegando a Nazaret. Posteriormente siguió obedeciéndoles. Su madre, por su parte, guardaba todas estas cosas en su corazón.


COMENTARIO:

  Este Evangelio de san Lucas es uno de los llamados “de la infancia” donde aprendemos quién es Jesús, por las acciones y las palabras de otros personajes de la narración. Pero este episodio quiere dejar claro, ante todo, la reafirmación por parte del propio Cristo, desde el principio de su más tierna historia,  de que es el Hijo de Dios.


  El ángel lo proclamó en la anunciación a María; el coro celestial lo anunció a los pastores para que acudieran al portal de Belén; en el Bautismo será el propio Padre el que lo dirá con una voz surgida del cielo. Pero aquí, en los años ocultos del Niño Dios, es el propio Jesús el que deja entrever el misterio de su consagración total a la misión que se deriva de su filiación divina; y a la que y, en ningún momento a pesar de las circunstancias, estará dispuesto a renunciar.


  Vemos en el comienzo del episodio, como la Sagrada Familia cumple con la prescripción de la fiesta que Dios impuso a Israel y que está reseñada en el Deuteronomio: “Tres veces al año comparecerán tus varones en la presencia del Señor, tu Dios, en el lugar que elija: en la Fiesta de la Ácimos, en la Fiesta de las Semanas y en la Fiesta de los Tabernáculos. Y nadie se presentará ante el Señor con las manos vacías: Cada uno elevará su ofrenda personal en proporción a la bendición que el Señor, tu Dios, te haya dado” (Dt. 16,16)

  La obligación no concernía a las mujeres y a los niños, pero las familias piadosas solían llevarlos a edades muy tempranas. Quiero pararme un momento en la contemplación de este versículo, porque creo que tiene muchas cosas que decir a ese hombre: varón y mujer, que sin tiempo para nada, se olvida de dar gloria a su Señor. Las familias cristianas tienen que compartir el culto, el amor y la adoración a Dios con todos sus miembros, grandes y pequeños, en la unidad de la fe comunitaria. Nunca nuestros hijos son demasiado jóvenes para aprender y comenzar a dar gracias al Creador de los bienes recibidos: el primero, la vida y el mantenerla cada día; a continuación, el poder gozar del alimento necesario; el disfrutar de la libertad religiosa; y compartir el amor de nuestros hermanos.


  Antiguamente, se le exigía al hombre creyente hacer grandes desplazamientos, con la precariedad de medios que tenían, para cumplir con el Señor; ofreciéndole su sacrificio. Hoy, lo máximo que se nos pide es que le dediquemos, como mínimo, un día a la semana; y ni aún así, encontramos el momento. Una Misa es demasiado temprana; la otra, demasiado tardía; y la pérdida de una hora escasa, irrecuperable. ¡No tenemos vergüenza! Nos dice la Escritura que Dios nos pide una ofrenda personal en proporción a la bendición recibida. ¿De verdad cuándo abrís un grifo y sale agua, no os dais por bendecidos? ¿Y cuándo llueve y no os mojáis, porque tenéis un techo que os cubre y os protege? ¿Y ese trozo de pan, que siempre tiene compañía, para llevaros a la boca? El Padre nos ha dado tanto, que ni en toda una vida de alabanza seremos capaces de poderlo agradecer.


  Y no nos pide que, como José, María y el Niño nos desplacemos por esos caminos del mundo; si no que andemos unos pasos para acercarnos a la Iglesia más próxima y allí, junto al Sagrario, pasar un ratito con Él. Que compartamos la mesa sagrada y recibamos los Sacramentos, no por obligación sino por devoción y necesidad. Que estemos a su lado, porque seamos conscientes de que nuestra fidelidad necesita de su Gracia.


  Sigue el Evangelio hablándonos de la pérdida de Jesús; hecho nada raro ya que, durante el viaje en la caravana, se formaban dos grupos separados, de hombres y mujeres, donde los niños podían ir indistintamente con cualquiera de los dos. Pero ante este hecho sus padres se paran y angustiados, regresan sobre sus pasos para encontrarlo. Así debemos actuar nosotros cuando nos alejemos del Señor y le perdamos. Creedme, puede pasar; la vida nos distrae y perdemos el camino. Pero, no pasa nada, porque Jesús nos espera sentado en el borde del sendero a la espera de que regresemos a Él. No se va, ha venido para eso, y como nos recuerda con sus palabras desde su más tierna infancia, será siempre fiel a su misión; demostrándolo con la entrega de su vida por nosotros, en lo alto de la Cruz.