3 de junio de 2013

¡No podemos renunciar a Cristo!

Evangelio según San Lucas 9,11b-17.

Pero la gente lo supo y partieron tras él. Jesús los acogió y volvió a hablarles del Reino de Dios mientras devolvía la salud a los que necesitaban ser atendidos.
El día comenzaba a declinar. Los Doce se acercaron para decirle: «Despide a la gente para que se busquen alojamiento y comida en las aldeas y pueblecitos de los alrededores, porque aquí estamos lejos de todo.»
Jesús les contestó: «Denles ustedes mismos de comer.» Ellos dijeron: «No tenemos más que cinco panes y dos pescados. ¿O desearías, tal vez, que vayamos nosotros a comprar alimentos para todo este gentío?»
De hecho había unos cinco mil hombres. Pero Jesús dijo a sus discípulos: «Hagan sentar a la gente en grupos de cincuenta.»
Así lo hicieron los discípulos, y todos se sentaron.
Jesús entonces tomó los cinco panes y los dos pescados, levantó los ojos al cielo, pronunció la bendición, los partió y se los entregó a sus discípulos para que los distribuyeran a la gente.
Todos comieron hasta saciarse. Después se recogieron los pedazos que habían sobrado, y llenaron doce canastos.



COMENTARIO:


  Este Evangelio de Lucas nos presenta, desde sus primeras líneas, la actuación que debe tener todo cristiano que quiere ser fiel al mensaje de Jesús. Comienza el versículo con el Maestro recibiendo a las gentes; no les pregunta de donde vienen, ni como piensan ni de donde son, sino que sus palabras acogedoras están destinadas a todos aquellos que las quieren escuchar. Y el Señor cumple con el primer deber de todo bautizado: transmitir la Palabra, que es alimento del alma inmortal, evangelizando; porque como nos repetirá en muchísimas ocasiones, hay que temer más el daño irreparable del espíritu, que la tribulación que un cuerpo puede soportar.


  Hablar de Dios al mundo, es el primer paso para cambiarlo, para implantar los valores y la justicia que son las bases de una buena y feliz convivencia. No son las normas, ni las leyes las que consiguen que los hombres se respeten, sino los corazones de aquellos que las promulgaron y las intenciones con las que las han aplicado. La ley es necesaria, pero sólo será efectiva si las personas son la parte principal de la letra establecida. Y es por eso que Jesús, tras entregarles la Palabra, se encarga de que no les falte el pan. El mensaje cristiano está compuesto de amor, de un amor al que le duele el sufrimiento del hermano; por eso los discípulos recurren al Maestro para que sacie la necesidad de aquellos hombres, con la certeza de que el Señor será incapaz de desoír el menester de aquellas gentes. Y, efectivamente, el Hijo de Dios obra el milagro.


  Esa primera parte nos tiene que servir para entender que no podemos separar a nuestro antojo la realidad que forma el hombre en sí mismo. Si importante es alimentar su cuerpo, porque es de Dios, más importante es sembrar en su corazón la Palabra divina que alimentará su espíritu y lo llevará a la recepción de los Sacramentos, donde recibirá el verdadero Pan de Vida, que es el Cuerpo del Señor. No somos una ONG, ni una aula teológica donde formamos mentes privilegiadas, sino que somos Iglesia: el lugar donde todos tenemos cabida, porque somos personas. El espacio donde todos cuidamos de nuestros hermanos desfavorecidos, no sólo por amor, sino porque es su derecho. Pero sobre todo, es el sitio donde Jesús se hace presente para recordarnos que a través del mensaje cristiano y de los Sacramentos, ayudaremos a nuestro prójimo a encontrar el sentido de su vida y, en él, su propia dignidad. No sólo pan, ni sólo palabras vacías de contenido si no van acompañadas de la caridad.


  Sigue el versículo mostrando la actitud de los apóstoles en la que, seguramente, nos veremos reflejados nosotros mismos un montón de veces. Esa realidad donde se manifiesta la precariedad de nuestras fuerzas, de nuestros talentos: sólo tenemos cinco panes y dos peces para cambiar el mundo. Pero el Señor, con su ejemplo, nos abre el camino para poder llegar a cumplir todos nuestros sueños y nuestras aspiraciones: orar al Padre sin descanso, sin desfallecer. Porque sólo así, con la fuerza del Espíritu Santo, nuestras capacidades se multiplicarán y seremos capaces de alimentar las almas de los que nos esperan sin saberlo. Y como somos cuerpo y espíritu, no hay duda de que Jesús nos procurará la ayuda material que sea precisa para aligerar el sufrimiento humano, fruto del egoísmo de una sociedad materialista y descristianizada.


  Pero lo más importante de este milagro de la multiplicación de los panes y los peces se encuentra en esa nota que nos permite observar como se cumple el Antiguo Testamento en la Persona de Cristo, Nuestro Señor. Toda aquella sobreabundancia de los dones prometidos en los tiempos mesiánicos, así como la evocación del pasaje del Éxodo, donde Dios alimentó a su pueblo en el desierto, son imagen de la Eucaristía, que está por llegar. Esa entrega que Jesús hará al Padre de sí mismo, dándose por todos nosotros; ese Cuerpo sagrado que recibiremos como Pan de Vida eterna, cada vez que vayamos a comulgar; el alimento indispensable de todo cristiano en su camino hacia Dios. Ese es, indiscutiblemente, el Pan al que ningún cristiano puede rehusar, porque es esencial para nosotros. Es un regalo divino, la entrega de Dios mismo al hombre para salvarse que, si está en gracia, tiene un derecho y una necesidad inalienable de recibir. No lo olvidemos, hagamos valer nuestra voz para recordar que el Cuerpo de Cristo es, para nosotros, nuestro mayor beneficio, un valor incalculable al que no estamos dispuestos, bajo ningún precio, a renunciar.