9 de junio de 2013

¡La misericordia divina!

Evangelio según San Lucas 7,11-17.

Jesús se dirigió poco después a un pueblo llamado Naín, y con él iban sus discípulos y un buen número de personas.
Cuando llegó a la puerta del pueblo, sacaban a enterrar a un muerto: era el hijo único de su madre, que era viuda, y mucha gente del pueblo la acompañaba.
Al verla, el Señor se compadeció de ella y le dijo: «No llores.»
Después se acercó y tocó el féretro. Los que lo llevaban se detuvieron. Dijo Jesús entonces: «Joven, yo te lo mando, levántate.»
Se incorporó el muerto inmediatamente y se puso a hablar. Y Jesús se lo entregó a su madre.
Un santo temor se apoderó de todos y alababan a Dios, diciendo: «Es un gran profeta el que nos ha llegado. Dios ha visitado a su pueblo.»
Lo mismo se rumoreaba de él en todo el país judío y en sus alrededores.



COMENTARIO:


  En este Evangelio Lucas manifiesta, una vez más, una de las características más distintivas del Hijo de Dios: su misericordia. Y lo hace a través de un milagro realizado en Naín, donde el Señor se encuentra con el dolor de una madre que va a enterrar a su hijo muerto. Sorprende que la mujer no se dirija a Él, ni le pida nada, posiblemente porque desconocía que se cruzaba con Aquel que todo lo podía. Pero el Maestro, aunque no hay ni una súplica, ni una petición, ni una exposición de su angustia por parte de la viuda, conoce el sufrimiento que atenaza su alma y lleno de compasión se dirige hacia ella para obrar el milagro. Esa circunstancia tiene que ser para nosotros un bálsamo de esperanza en nuestra propia tribulación.


  Cristo podría haber pasado de largo porque nadie reclamó su atención, pero para Él, que ha venido a entregar su vida por nosotros, el dolor humano no le deja indiferente y, movido por la aflicción de la mujer, toma la iniciativa. Cuantas veces nos dirá a nosotros como le dijo a ella: “no llores”, que yo he venido a la tierra a traer la paz y el gozo de una vida con sentido. Confía en mí, que por mi amor no puedo darte nada que no te convenga. Es cierto, sin embargo, que Dios no puede quitar la libertad del hombre que, por su egoísmo y su pecado, es causa de muchos de sus propios perjuicios; pero Jesús, como entonces, puede obrar el milagro, o bien enviarnos su Gracia para que, con la fuerza de Dios en nosotros, sepamos convertir cada circunstancia de nuestra vida en camino de santificación.


  Y no podemos olvidar, como nos transmite el episodio del Evangelio, que Nuestro Señor movido por su misericordia, con todo el poder de su divinidad, obró el milagro y el hijo de la viuda resucitó; porque todo es posible para Dios. Ante este hecho, muchos de los presentes lo confesaron como el Mesías, al recordar las promesas de aquellos que, desde las páginas del Antiguo Testamento, les anunciaban que Dios volvería a visitar, de una forma definitiva, a los suyos:
“José dijo a sus hermanos:
-Yo voy a morir, pero Dios os visitará sin falta y os hará subir desde esta tierra a la tierra que juró a Abrahán, Isaac y Jacob” (Gn 50,24)


  Nunca podemos renunciar a esta verdad, histórica, que debe llenar nuestra vida de esperanza sin límites, Dios siempre cumple sus promesas y “ha visitado a su pueblo”. Y lo ha hecho interviniendo en cada circunstancia, como el Verbo encarnado que ha asumido la naturaleza humana por amor al hombre. No podemos caer en la trampa de aquellos que nos quieren inducir a pensar que somos indiferentes al querer divino. Jesús ha sido la más clara manifestación, durante su caminar terreno con su vida y con su muerte, de que su corazón misericordioso siempre ha estado dispuesto a socorrer nuestras  necesidades. Lo que ocurre es que, tal vez, nosotros desconocemos, en realidad, cuales son esas verdaderas necesidades que convierten al hombre en un ser trascendental, a la búsqueda de la eternidad.