29 de junio de 2013

¡La misericordia del Maestro!



Evangelio según San Mateo 8,1-4.


Jesús, pues, bajó del monte, y empezaron a seguirlo muchedumbres.
Un leproso se acercó, se arrodilló delante de él y le dijo: «Señor, si tú quieres, puedes limpiarme.»
Jesús extendió la mano, lo tocó y le dijo: «Quiero; queda limpio.» Al momento quedó limpio de la lepra.
Jesús le dijo: «Mira, no se lo digas a nadie; pero ve a mostrarte al sacerdote y ofrece la ofrenda ordenada por la Ley de Moisés, pues tú tienes que hacerles una declaración.»

COMENTARIO:

  Lo primero que san Mateo nos reseña en su Evangelio, es el seguimiento de las gentes a Jesús. El Evangelista quiere dejar constancia de la popularidad que el Maestro había alcanzado entre sus conciudadanos, con sus palabras y sus milagros. No era gratuito que, ante los hechos sobrenaturales  acaecidos, se corriera la voz y fueran muchos los enfermos y atribulados que recurrían al Señor en busca de salud y consuelo.

  Parece mentira que hoy, en estos momentos difíciles que estamos viviendo, no se nos ocurra acercarnos a Jesús, aunque sea con la curiosidad del que observa si hay algo de verdad en el mensaje que la Iglesia nos transmite. Porque, mal que pese a muchos, es la Iglesia la receptora, por voluntad divina, de la salvación instituida por Jesucristo a través de los Sacramentos; y somos, cada uno de los bautizados, los miembros elegidos para comunicar a los demás su Palabra.

  Uno de los que se presentó ante el Señor, para ser curado, fue un leproso que manifestó la fe necesaria para que el Maestro decidiera revelar su poder y obrar el milagro. No me cansaré de repetiros, por la importancia que encierra, que Jesús no obraba los milagros para que la gente creyera; porque ante la evidencia, la persona ya no tiene capacidad de elegir y se impone el hecho ocurrido que disipa la duda. Nuestro Señor quería que aquellos que se le acercaran creyeran en Él, porque confiaban en su Persona; abriendo los ojos del alma y aceptando, libremente, a Cristo como su Salvador. Era ante esa realidad, cuando el Maestro desbordaba su Gracia sobre los menesterosos y les daba aquello que sabían que necesitaban: para unos la salud física; para otros el consuelo; para todos, el perdón de los pecados.

  Llama la atención que el leproso se atreviera a acercarse a Cristo, porque como consta en el libro del Levítico, estos enfermos debían estar separados de la comunidad, para no contagiarles:
“El enfermo de lepra llevará los vestidos rasgados, el cabello desgreñado, cubierta la barba; y al pasar gritará: ¡impuro, impuro! Durante el tiempo en que esté enfermo de lepra, es impuro. Habitará fuera del campamento, pues es impuro” (Lv.13, 45-46)

  Este episodio es una clara manifestación de que entre las gentes de Israel se conocía la misericordia del Maestro, que era incapaz de negar un favor al que recurría a Él con fe. De ahí que el leproso se atreviera a acercarse, con el valor que da la certeza de que se puede conseguir lo que se requiere. Y Jesucristo, ante el asombro general, toca al enfermo. Nadie se hubiera atrevido a ello, pero el Señor no sólo ha querido sanarlo, sino enviar un mensaje a todos los que estaban, y estamos, cerca de Él: un mensaje de amor inmenso. Con su actitud y sus palabras, nos recuerda que no debemos despreciar a nadie; que no podemos odiar ni subestimar por la enfermedad, la raza o el color, porque sólo cuenta la persona humana. Que hemos de amarlos porque son hermanos nuestros, creados por Dios con la misma dignidad y los mismos derechos.

  No debemos olvidar que en la tradición bíblica, la lepra era sinónimo de pecado; por eso la curación del leproso es también imagen de esa limpieza del alma que el Señor realiza, a todos aquellos que acuden a Él, a través del Sacramento de la Penitencia. Esa enfermedad que destrozaba y carcomía la carne del cuerpo, es sinónimo de la enfermedad del pecado que nos destroza, poco a poco, el alma. Que nos quita la vida divina, sin que nos demos cuenta, hasta que es demasiado tarde y estamos tan débiles que somos incapaces de retomar el camino que nos conduce a la casa del Padre. Por eso, cada uno de nosotros, ante el primer síntoma de relajación moral, de tibieza espiritual o de falta de fe, hemos de recurrir al Maestro que nos espera, con amor y paciencia, en la soledad del Sagrario; en la intimidad de la Palabra y en el alimento de la Eucaristía. Pidámosle, con toda el alma, que nos sane y nos devuelva la Gracia que ganó para nosotros con su sacrificio redentor.